Cultura
Alberto Laiseca presenta su libro “La madre y la muerte”
El autor de Los Sorias llevó de la narración oral a la reescritura, para una hermosa edición con ilustraciones de Nicolás Arispe, su versión del cuento de Hans Christian Andersen “Historia de una madre”.
(CABA) “Yo lo cuento despojadito”, dice Alberto Laiseca sobre La madre y la muerte, su versión del cuento de Hans Christian Andersen “Historia de una madre”. “Es un cuento para contarlo despojado. Todo lo que ocurre es espantoso. Pues si es espantoso, vamos a hacerlo más espantoso todavía”. Allí radica, precisamente, la potencia de su relato: en ese despojo que de algún modo recoge el ritmo y el tiempo de la narración oral –un arte que el escritor ha sabido desarrollar bien– para narrar el espanto. El espanto mayor, en este caso: el de la muerte de un hijo. En la excelente edición de Fondo de Cultura Económica, esta potencia se expande en las contundentes ilustraciones de Nicolás Arispe, sorprendentes y plagadas de sentido. Se trata, además, de un libro doble, o de dos entradas: del otro lado, y al revés, se completa con La partida, del mexicano Alberto Chimal. Ambos cuentos se encuentran en el medio, y el modo en que este enlace se resuelve gráficamente, es otro de los grandes planteos de un joven ilustrador que logra todo a punta de Rotring. Hoy a las 18.30 Laiseca y Arispe presentarán este libro, de una calidad que abarca lo literario, lo plástico y la edición, en Dain Usina Cultural (Thames 1905), junto a la escritora Selva Almada.
“Eso de lo terrible es bien alemán”, anota Laiseca repasando el origen de esta historia, aunque enseguida vuelve sobre los cuentos clásicos y tradicionales fundantes, donde el terror es un acecho en constante protagonismo, con los más variados orígenes. El cuento de Andersen que el autor de Los Sorias volvió a contar está publicado en una colección infantil, aunque claramente abarca a un público más amplio. Comienza a orillas del río Rin, en una vieja cabaña. Hasta allí llega la muerte, que en esta versión es “tal como la imaginamos: flaca, apergaminada y huesuda. Una muerte clásica, digamos”. Llega a quitarle a una madre su niño. La versión de Arispe volvió a esta madre una zorra, resaltando cierta esencia de fábula para toda la cuestión. Hasta el mismísimo centro del desierto –“que, como todo el mundo sabe, es la verdadera casa de la muerte”, dirá Laiseca– sigue esa madre a esa muerte, para traer de vuelta a su hijo. En el camino deberá ir arrancándose partes: los ojos, las dos piernas, el brazo derecho. En el final y en el ritmo corto y seco de toda la historia, Laiseca ubicará al cuento en el nivel de lo macabro, con esa dosis mínima de sarcasmo tan en su estilo, al tiempo que las ilustraciones van desplegando nuevas lecturas y capas de miradas.
Laiseca ya tiene historia en esto de meterse con el terror y el horror, pero no la construyó como escritor sino como narrador oral –aunque ha sabido reescribir un Drácula delirante en Beber en rojo–. Una legión de seguidores recuerda espectáculos de narración como Los cuentos del Conde Láisek, en los que el autor de El gusano máximo de la vida misma sembró sus propios clásicos del género. Entre aquellos seguidores se encuentra Arispe, quien tomó de uno de esos “recitales narrados” este cuento, que luego trascribió e ilustró. Otros tantos recuerdan también sus Cuentos de terror por I-Sat, o sus presentaciones de películas en el ciclo Cine de terror de otro canal de cable, Retro, material que hoy sigue circulando por internet. Esta es la primera vez que Laiseca escribe un cuento para chicos. Y no tan chicos.
–Este cuento “espantoso” está publicado dentro de una colección infantil. ¿Cómo lo pensó?
–Me decían: ¡ah, estos alemanes siempre tan brutales! No: es un acierto por parte de ellos. ¿Qué le van a contar a los chicos, de la abejita Maia, de la pelotudez? Si la vida no es así. La vida es terrible. Los chicos deben saber que este es un mundo espantoso y que hay monstruos a la vuelta de la esquina. Para que tengan una oportunidad de defenderse. Una, al menos. Esa didáctica de los alemanes, a mí me parece bien. Porque este mundo está lleno de monstruos. Desde los gobernantes hasta el linyera de acá a la vuelta.
–En la literatura infantil hay cierto consenso en que se puede tratar cualquier tema para chicos, con una salvedad: que haya un final redentor, alguna luz de esperanza. ¿Qué piensa?
–A mí me parece una tontería. Porque no es así en la vida. Y al chico tenés que enseñarle cómo es la vida. Y en la vida, si te descuidás, viene el lobo y te come. Tenés que hablarle con la verdad. Si le buscás la luz de esperanza, le estás mintiendo. Las cosas son como son. Es preferible que el chico se cague de miedo aquí, en un cuento, y no en la vida.
–No parece ser un cuento pensado únicamente para lectores niños. ¿O sí?
– Naturalmente, sus únicos lectores no son chicos. Pero yo pienso en este momento en los niños. Pensé en ellos cuando lo escribí. Por eso pensé: tiene que estar bien despojadito.
–¿Qué encontró en este cuento de Andersen para querer reescribirlo?
–Estos cuentos son los verdaderamente didácticos: Los terribles. Fíjese que esa madre tiene más que amor, lo suyo es abnegación: da los ojos, las piernas, un brazo, y llega al centro del desierto que, como todo el mundo sabe, es la verdadera casa de la muerte. Ella también lo sabe, y ahí va, no necesita ver a la muerte para saber que está ahí. Entonces le habla y le dice: quiero que me des a mi hijo. Y la muerte, al verse descubierta, comprende que no hay razones para intentar esconderse. Y le dice, bueno, en los miles de años que llevo haciendo esta cosa horrible –porque no me gusta hacer esto, pero alguien lo tiene que hacer–, nunca he visto tal abnegación. Está bien, te voy a devolver a tu hijito. Se lo da. Y está muerto. Ja. Un cuento alemán.
–Además de escritor, usted se ha lucido como narrador oral. ¿Cómo apareció esa veta de su oficio?
–Fue luego de haber estado cerca de la muerte. Resulta que hace muchos años, décadas, yo estaba bastante mal. Pensaba mucho en el suicidio. Un día estaba solo, y unos amigos me habían prestado un grabador Geloso, de esos antiguos, con cinta. Haciendo horas con el grabador se me pasaron las ganas de hacerme boleta. Era todo un ritual, con la cinta dando vueltas, de manera artesanal. Hice horas para grabador sin tener la menor idea de que eso me iba a servir después, en la vida real, para contar cuentos. Me grababa, inventaba historias, pronunciaba discursos, maldecía…
–Es curioso, porque no necesariamente todo escritor sabe contar bien. De hecho, muchos provocan grandes desilusiones…
–Porque no se han metido adentro. Si son buenos escritores, son buenos narradores. Aunque no lo sepan, aunque no lo hayan hecho nunca, o lo hayan intentado y lo hayan hecho mal, porque tienen desconfianza de sí mismos. Hay que zarpase. Hay que largarse. Sin pensarlo. Yo ni siquiera sabía que iba a terminar como narrador oral. Y ahí fui: me zambullí.
–¿Cuál es para usted la fuerza de un cuento narrado?
–Fue por donde empezamos. Cuando empezamos a contar historias no existía la escritura, no la habíamos inventado todavía. Entonces uno de nosotros, después de cazar y recolectar, porque todavía no sembrábamos, en una de esas noches de frío espantoso, frente a una gran fogata, uno de nosotros decía, se ponía a contar. Al principio eran mentiras muy evidentes, pero la gente hacía como que se las creía. Capaz que muchos se las creían en serio. ¡Ah, ustedes no saben lo que pasó antes de venir para acá! El susto más grande de mi vida me pegué. Un dragón. Me encontré con un dragón que echaba fuego por la boca. Me largó una llamarada y yo por suerte pude esquivarla. No sé cómo huí. No sé cómo estoy vivo. Eran esas mentiras: yo venía para acá y me pasó esto. Después fuimos evolucionando, lo fuimos haciendo más complejo.
–Este es su primer cuento para chicos. Pero seguramente debió tener un público de chicos en sus presentaciones como narrador, o por la tele…
–Claro, y como sabía que tenía niños entre los oyentes, nunca me zarpé con cosas sexuales y de ese tipo. No por los niños, sino por los padres. Tengo un gran recuerdo del programa de televisión, provocó cosas extrañas, me paraba gente desconocida en la calle, para felicitarme por los cuentos. Llegué a contar como 140 cuentos. Otra cosa que me proponía, y que estaba logrando, es que los chicos leyeran. Fue bueno hacerlo, y hubiera seguido, de no ser por un traidor que se decía mi amigo, que me serruchó el piso.
De los cuentos que le inventaba a su hija Julieta cuando era chica –“historias egipcias, con momias, magos, malvados”– sigue hablando Laiseca. De los que narró y podrían servir para futuros proyectos, le recuerda Arispe: los cuentos de la Negra Tomasa –”que también son horribles, ja”–, de los del Vintén, un extraño perro mágico que habría emigrado desde Uruguay y viviría en Buenos Aires. De lo que está escribiendo: “una novela delirante sobre mi pueblo, Camilo Aldao”. De lo último que escribió, La puerta del viento, un relato sobre la Guerra de Vietnam, que dice que tuvo cincuenta años de escritura.
–¿Tanto trabajo le llevó?
–La estaba escribiendo por dentro. Había cosas que yo no sabía. Los norteamericanos tenían a los survietnamitas por cobardes, y por eso los menospreciaron. Pero, en realidad, eran muy buenos soldados. Lo que pasa es que no tenían oficiales. Porque era tal el nivel de corrupción de Saigón, que los cargos militares se vendían.
–¿Tuvo que investigar todo esto?
–Si quiere que le diga la verdad, esa novela nació porque yo me había ofrecido de voluntario para la guerra de Vietnam. Era un pendejo, tenía veintipico de años. Y quería sacarme el miedo de encima. Estaba convencido de que me iban a llevar. Hasta le mandé una carta al presidente Johnson, que por supuesto nunca me contestó. Fui a protestar a la embajada, me sacaron cagando. Hoy me alegra mucho que no me hayan llevado. Fue una suerte. Sí. La verdad que sí. NR
Fuente: Página12
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