Opinion
Los que no festejan
Escribe Alina Diaconú
(CABA) En estos días de celebración de la Navidad apenas retoqué el cuento “La vendedora de fósforos” de Hans Christian Andersen, escrito alrededor del año 1830 y traducido al castellano por Leopoldo García Ramón. Pensé en una niña de la calle, que en vez de fósforos vende encendedores descartables en el siglo XXI, en Buenos Aires, donde el verano reemplaza el frío que signa las Fiestas europeas. Le pido perdón a Andersen, pero su cuento es tan conocido, tan difundido, que ya no le pertenece, ya es de todos. Como los textos anónimos que enriquecen nuestro inconsciente colectivo y cuyo autor se pierde en lo desconocido del tiempo y del espacio. Pudo haber ser sido escrito ayer, y haber sucedido en cualquier esquina de esta o de otra ciudad sudamericana.
Este cuento – que me hizo llorar cuando yo era una niña – espero pueda tocar hoy una fibra íntima de nuestro ser en estas Fiestas, donde son muchos son los que festejan y muchos también los que no pueden hacerlo. ¡Felicidades para todos y, para todos también…un futuro mejor!
Era casi de noche y hacía un calor horrible. Faltaban unas pocas horas para la Nochebuena.
En medio de la canícula y de la oscuridad, una pobre niña de la calle caminaba a pie desnudo por las solitarias calles. ¡Cómo transpiraba!
En los bolsillos de su gastado jean llevaba varios encendedores descartables para ofrecer. Hasta ese momento no había podido vender ninguno. Y nadie se había compadecido tampoco de su desgracia, ni de su hambre, ni de su cuerpecito sudado y desnutrido.
La transpiración mojaba sus cabellos, mientras más allá, en las confortables casas y departamentos, sus habitantes bebían y comían alegremente, olvidados de los que, como ella, se guarecían en las calles.
-Esta noche -pensó la niña- los pobres no tendremos ni alegría ni una exquisita comida.
La pequeña vendedora de encendedores, se sentó como mejor pudo, en el escalón de una casa de dos plantas, tratando de tapar sus pies descalzos. Pensó en un momento volver a su pieza, pero…¿y su padre? Si ella regresaba sin haber vendido al menos algún encendedor, se enojaría…con golpes. Además, en esa vivienda miserable hacía tanto calor como allí.
La niña tenía las manos húmedas.
“¡Cuánto me gustaría refrescarme bajo un aparato de aire acondicionado o de un poderoso ventilador, como la gente de estas lindas casas!“, pensó tristemente.
Hizo prender la llama de un encendedor y se animó a mirar por la ventana el interior del chalet, en cuyo muro estaba apoyada ahora.
Era una casa hermosa, confortable, donde había una mesa llena de botellas y de finos platos con apetitosas comidas. En el centro de la mesa había ¡un pavo! Enorme, jugoso. Entonces ocurrió algo inesperado: el pavo dio un salto y voló hacia la vendedora de encendedores, la que lo tomó con sus pequeñas manos transpiradas. Pero justo en ese momento, la niña apagó el encendedor y el pavo desapareció.
La niña tendió sus manos hacia esas maravillas, con unas ganas enormes de acariciarlas…Pero ahora, al apagarse la llama del encendedor, las lucecitas mágicas que tenía el arbolito de Navidad subieron alto, muy alto en el cielo, hasta confundirse con las estrellas. Y entonces una de ellas cayó en la inmensidad, dejando una especie de huella de polvo, brillando a su paso.
-Alguien ha muerto- murmuró la niña, recordando lo que una vez le había dicho su abuelita:
“Cuando una estrella cae del cielo, un alma buena va hacia él.”
-Oh, abuelita! – exclamó-. ¿Por qué no me llevas contigo?
Pero su abuelita había muerto y no podía ayudarla. Entonces tuvo miedo de quedarse sola, en medio de la oscuridad y el calor. Apretó la tecla del encendedor y, ahora, en la brillante luz producida por la llama, vio a su abuelita. La anciana la tomó en sus brazos y se la llevó volando por un camino celeste, lleno de luz, hasta las alturas, donde la pequeña niña ya no sentiría más calor ni hambre ni sed, donde no sufriría más el egoísmo de su padre ni de alguna gente.
Unas horas más tarde, en la madrugada, encontraron a la niña de los encendedores descartables todavía sentada en el escalón de la casa. En sus labios entreabiertos, podía verse una sonrisa angelical.
Había muerto de deshidratación en esa Nochebuena.
Estaba rígida y conservaba aún en el bolsillo de su gastado jean, varios encendedores y, en la mano, uno que ya no tenía llama.
-La pobrecita, tuvo un golpe de calor…-murmuraron algunos vecinos.
Pero nadie pudo adivinar las maravillas que la pequeña había visto en sus últimos momentos, ni a qué lugar feliz la había llevado su abuela. ¡Al trono de Dios!
Fuente: La Nación

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