Buenos Aires, 28/03/2024, edición Nº 4152
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Viaja con su familia por pueblitos en busca de “cacharros de la abuela” y los vende en su casa chorizo

María Fernanda Pérez, que se crió visitando mercados de pulgas e inventándose historias mientras miraba los platitos de su abuela, es la creadora de Rosa China, un negocio de venta de cacharros y muebles camperos en Villa Devoto, que llevan de viaje al pasado, sin escalas. Cómo nació el emprendimiento y cambió la vida de la pareja

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María Fernanda Pérez se crió en una casa chorizo con sus padres y hermana en Santos Lugares. Una casa que fue transformándose a medida que sus padres progresaban laboralmente. Así fue como empezó a nutrir de chica su alma vintage con visitas a mercados de pulgas y paseos en busca de muebles antiguos. Hoy, junto a su marido Pablo, se dedica a la venta de “cacharros” y muebles camperos en una casa chorizo, sin reformar, como las de antaño. Se trata de Rosa China, en honor a la enorme planta que adornaba la casa de su querida abuela Dora. Un espacio colorido en Villa Devoto, sin lujos, con un calor de hogar irresistible para quienes lo visitan y su cuenta de Instagram (@rosachinadeco) que tiene 103 mil seguidores. Pablo, su pareja, a quien llama cariñosamente el Rosachino, es “la pata carpintera” del taller.

La pareja llegó al mundo de las antigüedades y el reciclado por casualidad. O una vocación que fue ganando terreno hasta ocuparlo todo. Fernanda, que creció rodeada de docentes, tuvo otra profesión antes de recibir el llamado del universo vintage. Como no se veía en un aula, ni como maestra, estudió Ciencias de la Educación en la UBA, donde obtuvo su título de psicopedagoga. Ya en el CBC quiso empezar a trabajar y desparramó curriculums por todos lados. Los primeros que la tomaron fueron escuelas de educación especial. Y habiendo empezado ad honorem para acumular experiencia finalmente consiguió puestos como efectiva.

A esa altura ya estaba con Pablo. “Lo conocí por intermedio de mi mejor amiga Gise. Los dos formaban parte de un grupo misionero. Y lo vi por primera vez en una situación muy vintage. Un club de barrio que fundó mi bisabuelo. Fue un baile en Santos Lugares que hicimos en quinto año de la secundaria para recaudar fondos para irnos a Bariloche. Mi amiga lo había invitado. Él tenía 19. Yo 18. Pablo es maestro, pero siempre le coparon los trabajos manuales. Fue un colegio donde tuvo taller de carpintería. Y nunca ejerció como maestro, pero trabajó en un montón de cosas que tenían que ver con arreglos técnicos de telefonía”, cuenta.

“Trabajé bastantes años hasta que nació Carmela, mi primera hija. Se me complicaba dejarla con alguien porque mis papás estaban ocupados y no la podían cuidar todo el tiempo. Entonces estuve un tiempito sin trabajar. A los tres días de haber parido a Carme me descubrieron un problema endocrinológico, grave. El contacto mamá-bebé fue bastante interrumpido porque tuve que ir bastante al médico y por un tratamiento que salió bien, por suerte. Pablo era el referente de hogar, laburaba él y yo me quedaba en casa cuidando a Carme. Después, pude volver a trabajar porque no me aguantaba estar tanto tiempo en casa. Trabajé con niños y niñas en situación de vulnerabilidad social un tiempo, hasta que quedé embarazada de Margarita. Y en paralelo hice postgrados en estimulación temprana”, cuenta sobre esa época en que empezó a crecer su familia.

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Cuando nació Margarita, que también tuvo un trastorno endocrino, se ausentó de la profesión un largo tiempo y no volvió más, porque encontró a Rosa China en ese impasse. Habían sido tiempos difíciles. Había atravesado un embarazo de riesgo y al nacer Margarita, tuvo que quedarse un tiempo en la neo. Eso hizo que a Fernanda le costara más despegar de su casa. “Me pesaba un montón trabajar fuera de mi casa”, dice la psicopedagoga, que entendía la importancia en ese momento de ser el sostén maternal.

La casa que tenían había quedado chica y surgió la posibilidad de mudarse. La nena mayor empezaba primer grado y Fernanda, de tanto llevarla y traerla, tuvo un flechazo con un negocio de la esquina de esa escuela. “Había un lugar de compraventa y yo, que ya traía de mi infancia esto de recolectar cosas, de andar por esos sucuchos revolviendo, me volví fan de ese lugar a la salida de la escuela. Siempre iba chusmear algo hasta que dije: ‘y si compro un plato y lo subo a Instagram y lo vendo?’”, porque a su marido le iba muy bien vendiendo por la aplicación. Y como vivían de un solo sueldo, arrancó, contra los malos pronósticos ya que le dijeron que si vendía platos al Interior se le iban a romper. “Y yo estaba re convencida de que me iba a ir bien”, expresa.

Cuando me mudo a la casa donde vimos ahora y la señora que vivía antes me dejó un montón de cosas antiguas porque yo le conté que me gustaban. Y le vi el potencial a la casa para poder desarrollar mi actividad porque es una casa de los años 50 donde vos entrás, está el living y después el resto de los ambientes. Entonces me imaginé el living lleno de cacharros y con gente viniéndolo a conocer”, asegura.

Los platos no se rompieron, pero cuando Fernanda entró a Instagram pasó lo que pasa siempre. “Había 180 mil emprendedores que vendían lo mismo. Yo que pensaba que había hecho un súper descubrimiento y que a nadie le interesaban las cosas antiguas, pero me había equivocado porque había un montón”, cuenta con gracia quien no se echó atrás por esa situación. Primero vendió barato y después, buscó la impronta de Rosa China para destacarse. “Ahí fue que me dediqué a buscar las cosas que usa la abuela a diario, esa vajilla que usaban todos los días y no la sofisticada, inglesa y demás”.

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Su espacio se llama Rosa China porque todas esos objetos le recuerdan a su abuela Dora. “Su casa tenía una rosa china roja gigante, que a mí me gustaba. La rosa china representa a mi abuela. El nombre se me ocurrió de una, no es que tuve que pensar un nombre”, revela.

A fines de 2019, Rosa China había crecido y Fernanda necesitaba darle una vuelta de tuerca al negocio. La dinámica familiar era difícil porque el local de su pareja dedicado a productos naturales andaba mal y quedaba lejos. “Entonces decidimos tirarnos a la pileta, cerrar ese negocio y unir fuerzas para sacar a Rosa China adelante con Pablo, que sabía de carpintería. Incluimos muebles para restaurar y nuestros muebles fabricados, que se sumaron a la vajilla”.

Todo iba bien encaminado, hasta que se encontraron rodeados de objetos, una carpintería armada en lo que era el galpón de la casa, maquinarias, estaban tan tapados de cosas que tuvieron que independizar a Rosa China a la actual casa chorizo de Villa Devoto (Solano López 2931) y ellos se quedaron viviendo en esa casa, sin los muebles y sin los cacharros.

Todavía recuerda con detalles los objetos que rodaban a su abuela, la de la Rosa China. Para ir a su casa solo tenía que pasar por el hueco de una ligustrina. “A cada rato iba a lo de mi abuela, la veía jugar a la canasta con sus amigas. Me me llamaba siempre la atención las cosas que usaban entonces. Miraba los platitos, ella tenía muchos platos ingleses con escenas, entonces como que me inventaba historias sobre lo que veía. Y me gustaba ver cómo quedaba la comida en esos platitos. Así que mi abuela estuvo ahí dando dando vueltas hasta mis 12, 13 años porque después se enfermó y era poco más difícil relacionarnos. Pero hasta esa edad tuve un vínculo bastante fuerte con con mi abuela. Me gustaban los olores de cuando cocinaba, tenía una bolsita donde ponía el pan. Como muchos rituales para cada cosa de la vida cotidiana”, recuerda con cariño.

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Fernanda es capaz de comparar las vajillas de sus dos abuelas. La de Dora era más sofisticada, porque la había heredado de sus familia que estaba en buena posición económica. Su otra abuela, Aída, en cambio, que no había heredado, compraba la vajilla de uso diario, que ahora es muy buscada, como los enlozados, que Fernanda adora.

“Lo que más nos gusta y lo que más nos motiva a encontrar, son cosas que están relacionadas con el campo, con la vida más sencilla, los muebles de campo nos inspiran un montón, los aparadorcitos, las mesas de campo. Cada mueble servía para algo. La fiambrera, el despensero. Son los que los muebles que más nos gustan buscar y los que más nos cuesta encontrar porque no quedan muchos, como eran muy usados, suelen estar en mal estado. Los muebles y los cacharros que más me motivan son los enlozados, me encantan, pero también porque creo que detrás del enlozado hay como una reivindicación social porque era considerado como un elemento de pobres. Tenía mucha vida útil y era barato”, explica. La familia viaja en busca de esos tesoros, a cientos de kilómetros fuera de la ciudad y siempre encuentran quienes les indican el camino, sobre quién está vendiendo una mesa o aparador especial. También, recorrieron balnearios de la costa, como Santa Teresita, en busca de cacharros, porque sabían que ahí podían encontrar maravillas de las década del 60 y 70.

“Estamos muy contentos, pero bueno también asustados porque es mucho y es todo nuevo. Estamos como muy emocionados y todo nos hace llorar porque nos costó un montón llegar hasta a donde estamos. Si bien Rosa China empezó como de casualidad es re loco mirar para atrás y decir ‘Uy, todo lo que pudimos hacer”, concluye.

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