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El oficio de chatarrero: una forma de sobrevivir en tiempos difíciles
Cuando falta el trabajo, muchos encuentran en la compra y venta de electrodomésticos y muebles viejos una forma de sobrevivir.

(CABA) “Sí señora, llegó el camión y está compraaando. Véndaaame, véndaaame su vieja heladera, su vieja cocina, su viejo lavarropas le estoy comprando. Le estoy pagando el mejor precio: juego de living, de dormitorio, colchones de lana. Todo aquello que no le sirva le estamos comprando. Baterías, radiadores, calefones, aire acondicionados viejoscooompro“.
La camioneta de varios años avanza y el sonido de una voz estandarizada por el amplificador envuelve la cuadra. Los chatarreros, una versión contemporánea de “El botellero” de José Larralde, van rodeando las manzanas en distintos barrios porteños. Allí regatean y compran; en las ferias de la provincia de Buenos Aires, venden lo que descarta la Capital. Andan lento, atentos al llamado de un vecino o a la posibilidad de encontrarse con alguna joyita arrojada en la basura. No hay sábado, domingo o feriados que los detengan; al contrario, con más gente en la casa, a veces son los días que más trabajan.
El chatarrero trae el recuerdo de aquella vieja costumbre de los pueblos, donde una campana tipo megáfono, instalada sobre el techo de algún Rastrojero viejo, se hacía oír a diario en las calles de tierra. Desde los cánticos en las procesiones en honor a la Virgen, a la promoción de películas estreno para el fin de semana, hasta el “Papero, papero, papaaaaaa…..papa blanca, papa negra, vendo señora….papero, papero, papaaaaa….“. O el “aproveche señora, aproveche señor, a tres pesos la bolsa grande de carbóooon“. Pero lo que entonces era una forma de compañía, ahora se parece al ruido.
Emanuel Torcasio detiene la camioneta Ford amarilla en una calle poco transitada de Palermo Viejo. Tiene 24 años, pero aparenta más. Está algo excedido de peso: pasa gran parte del día sentado en la camioneta que es su oficina móvil. Estaciona y se baja porque cree que tiene una venta; parece algo defraudado cuando sólo se lo invita a conversar. Por algunos minutos puede detenerse. “Me quedé sin trabajo y hace cinco años empecé con un amigo a comprar cosas viejas. El me enseñó qué se compra, cuánto pagar. Después es la experiencia que te da la calle“, dice.
Cuenta que los más buscados son los elementos básicos de una casa. Para los “pasamanos“, como también se definen estos trabajadores, la heladera está entre los bienes más codiciados. Si alguien consigue una, con poco más que sume, el día será bueno. “Una heladera la puedo pagar 200 pesos, más no me da. Después la arreglamos, si se puede, y la vendemos en negocios de compra-venta, tipo mercado de las pulgas. Si no se puede arreglar le sacamos la bocha, el freezer de aluminio, las distintas partes. Eso después se vende por pieza; el aluminio, por kilo. Hay de todo entre la gente: algunos te corren diciéndote que se la ofrecen a otro si no la pagás lo que quieren. Otros te dicen: llévatela, te la regalo“.
A la mañana siguiente Roque y sus dos Matías muestran que trabajan con un criterio distinto. Roque es Roque Gómez, tiene unos 40 años y es el encargado de gritar lo que compran. Su sobrino Matías Sánchez, al volante, lo iguala en experiencia: pese a tener 24 años acompañó desde chico a su padre, también dedicado a este rubro, y siendo su copiloto aprendió las mañas del oficio. Entre los dos estiman el precio de lo que compran, que se estira según cuánto les guste lo que les ofrecen. En la camioneta bordó también viaja Matías Gallone; el joven va atrás, recién empieza como ayudante.
De un edificio de Soler y Coronel Díaz les hace seña un encargado. A pedido de una vecina tiene una heladera para vender. Pide 600 pesos; se la terminan llevando por 300. Reniegan un poco en el ascensor para bajarla, luego la cargan en la camioneta, la amarran bien con sogas tirantes. Se saludan como viejos conocidos y cada uno sigue en lo suyo.
Palermo es el preferido por los chatarreros: al menos siete camionetas recorren sus calles cada día. Allí muchos vecinos tienen qué descartar y, a veces, directamente regalan las cosas viejas o rotas que prefieren ni arreglar. “Mirá, una bañera. ¿La alzamos, no?“, pregunta Matías a su tío. “Hay que fijarse que no esté rota“, responde Roque, ya con una mano en el picaporte. Cuando ven algo que les interesa en la calle se detienen, revisan y si está en condiciones lo cargan.
Arrancan y a pocos metros un taxi les toca bocina. Se crea cierta tensión dentro de la cabina. ¿Alguna mala maniobra de Matías? El taxista insiste, se pone a la par y con el codo afuera les consulta si pueden parar un minuto, que quiere preguntarles si compran bidet y otros artefactos de baño. Está en obra, cuenta cuando se bajan a conversar. Les da la dirección y hacia allá marchan Roque y los dos jóvenes colegas. Hoy sí tienen asegurado el día. Después de esta compra, ya casi sobre el mediodía, podrían emprender el regreso a sus casas en Lanús, donde viven. En el frente de la casa familiar cada tarde arman un showroom a cielo abierto para vender lo conseguido.
Fuente: La Nación

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