Buenos Aires, 19/04/2024, edición Nº 4174
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Curioso

Barrancas de Belgrano, un lugar de veraneo de fines del siglo XIX

A finales de la década de 1880, las Barrancas de Belgrano eran un espacio muy concurrido en los días de verano

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(CABA) En 1883, se inauguraron los Baños públicos, dos piletas con sus trampolines a cielo abierto –una para señoras y otra para caballeros-, rodeadas por una tapia de madera para proteger a los concurrentes de los curiosos. Contaban también con una confitería muy concurrida, que constituía un agradable lugar de reunión para  las familias, “donde se tomaba el aperitivo y se charlaba amenamente después del baño”.

A continuación un texto con los recuerdos de aquel rincón del Buenos Aires de antaño:

Fuente: Ricardo Tarnassi, Belgrano de antaño: recuerdos e impresiones, Buenos Aires, 1922, págs. 91-97.
Las Barrancas, los Baños, el ombú

Las barrancas de Belgrano han sido siempre un lugar pintoresco por excelencia como en la actualidad, y fueron siempre tres, pero algo más reducidas,  pues en una existían los baños públicos y en otro estaba ubicado en un extremo, una propiedad privada, que luego fue expropiada para ampliarla.

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Los baños eran realmente hermosos. No es posible comprender cómo pudieron desaparecer, y cómo pudo llegar a la quiebra la sociedad fundadora.

Ellos no constituían solamente para Belgrano un establecimiento de higiene, sino un agradable lugar de reunión de las familias, pues en su rotonda, en las horas matinales, funcionaba una confitería, donde se tomaba el aperitivo y se charlaba amenamente después del baño.

El establecimiento contaba con dos amplias piletas de natación, una para señoras y otra para caballeros, y tenían si mal no recuerdo, unos cinco metros de ancho, por diez o doce de largo, con una profundidad apreciable, donde podían maniobrar y ejercitarse cómodamente los nadadores en el trampolín.

Los baños estaban circundados por una como tapia de madera, sus piletas al aire libre, y cubiertas con un gran toldo corredizo, que resguardaba a los bañistas de los rayos del sol, y todo el local, a su vez, estaba rodeado de frondosos y levados sauces llorones, que daban al paraje poesía, encanto y frescura.

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Yo alcancé a gozar de los baños, siendo aun niño y tuve la inconsciente felicidad de haberme bañado en la pileta que envidiaba la muchachada, la de las señoras, quienes al ver que mi madre me metía en el agua, corrían cariñosas a estrujarme y  besarme  (dicen que era una ricura). ¡Y yo tonto no comprendía, no apreciaba todo lo que eso iba a valer más adelante!… Por eso me besaban, porque no comprendía, y las muy pícaras no corrían peligro alguno… ¡Ahijuna!… si yo pudiera como aquel doctor nación, volver a ser chabón!…

Muchos años los vi cerrados, hasta que un día recibí la noticia de su clausura definitiva y siempre que paso por allí, miro el sitio donde estuvieron, me detengo a contemplar los añosos sauces que fueron mudos testigos de lo que bajo su verde fronda vieron y operaron en su larga vida de silenciosos centinelas de esos parajes.

En lo alto de la Barranca y a espaldas de los Baños, se erguía majestuoso el rey de la pampa, el ombú… lo llamaban el primero, pues había dos más, uno frente a lo de Bilbao y el otro a lo de Agrelo, tan hermosos uno como otro, pero el primero en la época a que aludo ofrecía a nuestra generación, más encantos, más atractivos, y efectivamente, en las noches calurosas del estío, después de comer,  veíase salir a las familias de sus casas, que en el camino uníanse a otras y así, formando caravana, dirigíanse, ya cantando una vidalita, un triste o una canción en boga al pie del ombú, donde se sentaban las niñas con sus amigos en las toscas raíces que el gigante extendía por  el suelo, cual tentáculos de enorme pulpo, a guisa de rústico banco, brindando así, comodidad a quienes iban a distraerlo durante la noche, con sus cantos, sus charlas y sus alegrías juveniles, en su inmensa soledad, llevando así a su alma milenaria un poco de dicha que atempera su eterna melancolía.

El ombú protegía, contra los rayos del sol inclemente con su corpulencia, con la frescura de su verde y perenne fronda, y, en las noches de luna distraía su monotonía proyectando sobre el suelo extrañas, fantásticas y trágicas sombras, que iban cambiando de forma, obedeciendo inconscientes al lento andar del pálido astro.

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Frente a la esquina de Casa, estaba este ombú y aun sobrevive, pues parece se hubiera impuesto a la fiebre de destrucción y de odio a la tradición de que hacen gala nuestras autoridades edilicias.

Sobrevive, porque es tan grande lo que simboliza que las generaciones que se han ido sucediendo, parece no se hubieran atrevido a afrontar las iras del señor de las pampas, que acostumbrado a luchar con los años, con los vientos, con los huracanes y con las tempestades, los hubiera arrollado con el fruncir de su entrecejo iracundo por irreverentes y atrevidos.

Como digo, al pie del ombú, llegaban las caravanas y allí pasaban un par de horas en amena conversación, unos, hablando de bueyes perdidos, otros de amor… tema siempre obligado, cuando no se ha llegado a una edad determinada de la vida en que prudentemente, se debe callar.

En la barranca no había más luz que la de la luna, ni más música, que la armonía melodiosa de las palabras de amor, que se pronunciaban a flor de labio, muy quedo, muy quedo, como para no ser oídas, sino comprendidas, y si se comprendía que eran oídas, era por el temblor de unas manos que se encontraban y sin querer se acariciaban.

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¡Este sitio parece hubiera sido hecho por Dios, para el amor, todo era poesía, silencio, sombra y luna!

La banda iba a la plaza, frente a la iglesia; allá era la reunión popular, la barranca era su antítesis.

Un día resultó estrecho el abrigo del ombú y la sociedad emigró al tercero, ubicado en un semicírculo, en la eminencia de la barranca; iba más gente, la plaza empezó a desbordarse, un día, hizo su aparición una pareja, y nació por primera vez en boca de nuestras niñas esta pregunta, hasta entonces desconocida: ¿Quién es?… ¡No sé! Luego llegó otra, igual pregunta. ¿Quiénes son? ¡No sabemos!… Mirábamos esas gentes nuevas con curiosidad, sentíamos como un temor instintivo, como la sensación de un peligro oculto, y un sentimiento de propia conservación, nos hacía mirar con malos ojos a esos burgueses.

¡Pobres! … No hablaban con nadie, miraban azorados, andaban como oveja en corral ajeno y concluyeron por irse, mas después volvieron, primero uno, luego dos, tres, cuatro, y de este modo se fue metamorfoseando el nocturno lugar de reuniones. Un buen día llegó la banda, tras ella la multitud y como el frío hace emigrar las golondrinas, huimos los viejos amigos del ombú, dejándolo pensativo y triste, meditando sobre la fragilidad de las cosas humanas, rodeado de fulgurante luz de arco voltáico, de una banda sonora, de pavimento reluciente, de artística balaustrada de mampostería que lo circunda, que es, lo que el transeúnte de hoy considera como un progreso y que el viejo ombú, desde el fondo de su alma centenaria, mira como su cárcel, como sus cadenas, sólo envidiando al melancólico sauce, que en silencio puede llorar el pasado que se va.

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NT

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