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Los viejos edificios abandonados camino a Mar del Plata
Viejas gomerias y talleres, estaciones de servicio, hosterías, parrillas, restaurantes, humildes viviendas, galpones ferroviarios, una necrópolis de material rodante y una iglesia son los monumentos al olvido.
Cuentan la leyenda que en Vivoratá, doña Micaela, la viuda del estanciero Eustaquio Aristizábal mandó a construir una iglesia cuando falleció su esposo en 1906. La mujer pretendía una viva réplica de la catedral de Mar del Plata, pero ante la abultada cifa para su construcción se decidió por un templo más modesto, con su propia casa parroquial y una cripta donde ubicar a sus familiares muertos. Se celebraban misas todos los días para los lugareños hasta la muerte de doña Micaela. A más de 100 años, el edificio se mantiene en pie como un coloso olvidado al costado de la ruta, con los signos del deterioro que causaron el paso del tiempo y las inundaciones, aunque aún conserva su toque imponente que resalta en el paisaje campestre.
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Ubicada entre Coronel Vidal y Vivoratá, en la estancia La Micaela, se percibe el silencio abrumador de la soledad y el pasar de los vehículos que circulan hacia la costa. Es la misma sensación que se repite en cada uno de los lugares abandonados o en desuso que se encuentran a los costados de la autovía 2. Los 415 kilómetros entre Buenos Aires y Mar del Plata son, en esta época, el viaje al esparcimiento, la playa y donde merendar, almorzar o cenar en los paradores de siempre. Pero también son un cementerio de ruinas abandonadas que lentamente se van reduciendo a escombros o hierros oxidados.
Viejas gomerias y talleres, estaciones de servicio, hosterías, parrillas, restaurantes, humildes viviendas, galpones ferroviarios, una necrópolis de material rodante y una iglesia son los monumentos al olvido. Cayeron en desgracia por razones económicas o familiares y nunca más pudieron resurgir. Están ahí todo el año, testigos del paso de miles de personas en la ruta turística más importante del país.
La historia romántica de Eustaquio y Micaela y su iglesia, con tintes de novela, es lo más impactante del recorrido, pero los edificios en ruinas aparecen apenas se inicia el camino hacia la costa. En el kilómetro 62, cerca de La Plata, el restaurante y parrilla Puerto Argentino, con la imagen de las Islas Malvinas pintadas en sus paredes, sirve como anticipo de lo que se encontrará más adelante. El predio está cerrado con un cerco de alambre y candados. Se trata de una propiedad privada.
En las mismas condiciones se ve, desde la banquina, una estación de servicio pegada al barrio privado Chacras de Hudson. Con esfuerzo se pueden divisar las letras YPF, forjadas en hierro, en lo alto de un altillo convertido en el refugio de palomas y roedores. La historia cuenta que allí, en la planta alta, funcionaba una hostería, con varias habitaciones. En el salón comedor, amplio y con ventanales cerrados, una estufa hogar dominaba el centro del espacio. Las paredes azules, despintadas, que envuelven dos viejos surtidores (o lo que queda de ellos) fueron presas de los ataques grafiteros. Mientras que los techos a dos aguas, con agujeros entre las tejas, acusan el abandono.
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Dos jeeps Rastrojero, con los vidrios rotos y las cubiertas podridas, fueron jubilados debajo de un tinglado de una vieja estación de servicio a la venta, en la rotonda de ingreso a Chascomús. En algún momento el lugar cobrará vida, al igual que la parrilla ubicada en el kilómetro 204, que está en reparación; o ese salón de eventos cerca de Dolores, con forma de L, con partes de las paredes desprendidas de la estructura y un espeso pastizal rodeándolo. Gruesas cadenas y candados indican que la estructura no está abandonada; quizás esté dormida, mientras espera que las luces se enciendan nuevamente.
Difícil imaginar lo mismo con la estación de servicio ubicada a ocho kilómetros de Dolores, en sentido hacia Buenos Aires, que funcionó durante 30 años. En 2009 sus dueños no pudieron superar una de las crisis económicas y el lugar cerró para siempre. También el local donde se vendían productos regionales. “Lo que pasó se veía venir porque el último tiempo vendíamos 200 o 300 pesos de nafta por turno. Los dueños sacaban plata de otras estaciones para pagarnos a los empleados de acá”, recuerda Rodolfo Van Mouleghey, que fue “despachante de nafta, aceite y otras cosas” mientras el lugar estuvo activo.
Cuatro postes, un toldo con media sombra y una casilla le dan forma al puesto que hoy atiende Rodolfo al costado de la ruta mientras cuida lo que quedó de la estación de servicio. Varios metros atrás de los chorizos, los quesos y la miel que ofrece a los turistas se ven los surtidores caídos y el cartel del local Foodsy, con toda la vidriera pintada de blanco. “Pensé en abrirlo de nuevo, pero a la gente le gusta más lo rústico, se vende más, entonces me quedé acá, al lado de la ruta”, cuenta.
En poco más de 20 kilómetros se encuentran, además de esa estación, otros sitios olvidados como un galpón con forma de estrella de seis puntas que durante varios años fue uno de los boliches de la zona. O el taller de reparación y mantenimiento de material rodante instalado en Colonia Sevigne, donde viven unas 250 personas, muchas de ellas exempleados del ferrocarril.
“Cuando era chico pasaba por la ruta y le preguntaba a mi papá qué era eso. Hoy veo que mucha gente se pregunta lo mismo, saca fotos y siente curiosidad”, cuenta Alan Sommariva, auxiliar de estación en Sevigne, por donde pasan cuatro servicios diarios entre Buenos Aires y Mar del Plata, dos por cada tramo. El Palomar, como lo llaman los lugareños, tiene tres fosas donde se arreglaban las locomotoras o los vagones con desperfectos. Se convirtió en un elefante blanco cuando la actividad se trasladó a un taller en Remedios de Escalada, en el conurbano bonaerense.
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Son una veintena los sitios abandonados al costado de la autopista, con diferentes historias y leyendas, aunque ninguna supera la de la iglesia Aristizábal, que se encuentra en un predio cerrado y con la entrada prohibida. El templo se ve en ruinas, con las paredes amarillentas, parte de la cúpula caída y la ausencia de puertas y ventanas. Sin embargo, aún pueden apreciarse los detalles de su construcción, como el reloj de números romanos traído de París en lo alto de la iglesia.
Eustaquio, un próspero comerciante de Vivoratá proveniente de Navarra, España, compró el establecimiento agrícola en 1895, pero falleció pocos años después. En ese templo que construyó su esposa para homenajearlo permanecieron los restos de ambos hasta que fueron trasladados al cementerio de Coronel Vidal, tras una inundación que provocó el anegamiento de los sótanos y puso en peligro la estructura. Fue en ese momento cuando Estaquio y Micaela abandonaron el lugar para siempre.
Fuente consultada Clarin
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