Buenos Aires, 28/03/2024, edición Nº 4152
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Deportes

Adelanto del libro “Desafiar el cuerpo”, de Federico Bianchini

Difunden uno de los capítulos donde cuentan cómo Cristian Gorbea, gerente del banco Hipotecario, cayó de una cornisa en plena maratón y tuvo que esperar 42 horas hasta su rescate.

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(CABA) En el sitio La Nación se dio a conocer el primer capítulo del libro “Desafiar el cuerpo”, de Federico Bianchini, editado por Aguilar.

Desafiar el cuerpobusca sumergirse en distintas historias en las que el deporte y la supervivencia marcan gran parte del eje narrativo del joven autor”, cuentan en el matutino porteño.

desafiar al cuerpo

La historia de un rescatado

(42 horas en una cornisa)

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Cristian Gorbea se desbarrancó durante una carrera de aventura y terminó atrapado en una roca de dos metros con un precipicio a sus pies y cóndores revoloteándolo. Cómo funciona la cabeza de un hombre que espera la muerte.

Por Federico Bianchini

La muerte se esconde ahí nomás. En un lugar oscuro, difuso, pero cercano: vaya uno a saber dónde. El 13 de septiembre de 2010, estuve a un tris de irme. Siempre estamos a un tris de irnos. Hay que conocer la diferencia y aprovecharla.

Cuanto más jóvenes somos, más inmortales nos creemos. Con el paso de los años, con la muerte de familiares y de amigos, uno se va dando cuenta de que esto, la vida, es así mientras dura.

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Pero todo estaba oscuro, no había Luna ni ganas de teorizar. Estaba yo, trabado contra un arbusto, mientras pensaba: quedate quieto, esto es peligroso. Esperá que amanezca, que se vea el camino. No te muevas. Dejá que la noche pase, dejá que la evapore el sol.

Con mucho cuidado saqué la mochila, la puse a un costado y busqué la manta de papel aluminio. Me tapé y cerré los ojos. Hacía frío. Miré el reloj. Eran las dos y cuarto de la madrugada. Sólo oía el ruido del viento, de una pequeña caída de agua, de mis dientes chocando entre sí. Tomé varios sorbos de la cantimplora y traté de dormir. Al rato, volví a mirar el reloj. Habían pasado dos minutos.

***

Después de correr once horas de una carrera de ochenta kilómetros en el cerrro cordobés El Champaquí, el gerente de Recursos Humanos del Banco Hipotecario, Cristian Gorbea, se dio cuenta de que había perdido el camino. Siguió trotando. Empezó a bajar, pastizales, pendiente, pero su objetivo era hacer una buena carrera. Estar en el percentil diez. De trescientos, entre los treinta primeros. Venía treinta y dos. Un carrerón. No quería perder posiciones.

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La linterna que llevaba sobre la cabeza alumbraba lo suficiente como para saber que por ahí no podría retomar el sendero. Pero vio, delante de él, más abajo, las luces de otros corredores y pensó en agarrar un atajo. Entró en un bosque de tabaquillos. Mientras tomaba agua de un arroyo, se dio cuenta de que se había perdido. El tiempo corría. Los competidores que iban detrás de él, también. No iba a estar entre los treinta primeros. Siguió bajando, trotaba despacio. No veía nada. Pensó: Dios, cambio el podio por salir vivo de este lugar. Y el piso, bajo sus pies, pareció desaparecer.

***

Cuando amaneció, descubrí dónde había caído: una cornisa de roca, entre matorrales, de medio metro de ancho por dos de largo. Tuve dos sentimientos contradictorios. Me asomé al vacío. Ciento cincuenta metros de precipicio. Pánico. Si me caía centímetros a la derecha, milímetros a la izquierda, ahora, estaría muerto. Alegría eufórica. Por haberme enganchado en este tabaquillo. Por estar vivo.

Me duró un rato. ¿Cuánto? En una cornisa, en el medio de las sierras, con los pájaros como única compañía, el tiempo tiene otra intensidad. Se hace profundo. Fue un rato largo aunque, quizás, hayan sido pocos minutos.

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De a poco recobré la lucidez y empecé a luchar contra mí mismo. Repetía: no tendría que haber caído acá. Debería haber doblado a la derecha, ido más despacio, esperar. Estaría duchándome en el hotel.

Pensé: el presente es inevitable, aceptalo. Traté de reconciliarme con el lugar. Trabajé a favor de la situación, no en contra, generando calor, no perdiéndolo en agredirme.

Dos mil trescientos metros de altura, quince grados de temperatura, apoyado en la roca, sentado en un hueco perfecto, hecho como para que yo pusiera la cola. Frente a un tabaquillo que detuvo la caída. Hacía arriba: una pared de unos tres metros, prácticamente lisa. Traté de trepar; demasiado empinada. Había musgo, algunos pliegues de cinco o diez centímetros. Imposible subir por ahí.

Volví a intentarlo.

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Pensé: me equivoqué una vez y estoy vivo. No puedo empeorar una situación que ya es mala. No voy a tener otra oportunidad. Tengo que tranquilizarme y esperar. Son las seis de la mañana. A las doce termina la carrera. Hasta esa hora soy un corredor más; no el imbécil de la cornisa. A las cuatro van a dar los premios. A las cinco van a saber que no estoy, van a decidir ir a buscarme, va a ser tarde, va a haber anochecido. Van a venir, con suerte, mañana a la mañana. La noche de hoy, de nuevo, voy a estar solo. Esto es un juego de paciencia, un juego mental con un único participante.

Soy yo.

Y no quiero jugar.

***

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Muchas veces, Cristian Gorbea sobrestima su capacidad deportiva. Piensa que termina una carrera en diez horas y tarda dieciséis. Su esposa Claudia Rama lo sabía.

También sabía que ahí, en el medio de la sierras, no había señal de celular. Así que cuando el domingo al mediodía su papá, Francisco, la llamó preocupado ella lo tranquilizó. Seguro no había pasado nada.

Tres horas después, Francisco repitió el llamado. Esta vez, Claudia decidió comunicarse con la hostería donde se había alojado Cristian. Un hombre que había corrido la carrera le dijo que, en ese cerro, demorarse era algo común. Ella le creyó. Su hija, no.

Desde el primer momento, Belén (18) pensó que su papá, Cristian Gorbea, estaba muerto. Santiago (14), el más chico de la familia, le pidió a su hermana que no se preocupara. Le dijo que debía estar bien. Ellos siempre miraban documentales de rescate y su papá tenía la cabeza fría, sabría qué hacer. Después de decir eso, se encerró en su cuarto a chatear con sus amigos. No salió hasta la noche.

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Alrededor de las 17, la policía de San Javier los llamó por primera vez. Le pidieron a Claudia que denunciara que Cristian estaba perdido. Sin ese trámite, no podían empezar a buscarlo.

La segunda llamada distó de la primera en una hora. Y hubo más. En todas, después de atender y escuchar una voz con tonada cordobesa, que no era la de su marido, Claudia pensó que iban a anunciarle el título de una tragedia. Pero no. Nadie sabía nada.

Alberto Beúnza, amigo de Cristian, le propuso que viajaran a Córdoba, en auto, esa misma noche. Ella dijo: Mejor en avión, mañana, a primera hora.

A la una y media de la mañana, consiguió hablar con una persona de San Javier que alquilaba un avión privado. Le pidió que fuera a buscar a su esposo en ese momento. -Está oscuro, señora -le dijo el hombre-. Encontrarlo así va a ser imposible.

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Esa noche, imaginando lo que iba a pasar el día siguiente, Claudia no pudo dormir. Con los ojos cerrados, rezó durante horas. Pensó en Ricardo Gorbea, el padre de Cristian, fallecido cinco años atrás. Le pidió que lo cuidara. Se tranquilizó al oír la voz de su suegro repitiendo, como en un susurro: está bien, Cristian está bien.

Los ojos cerrados, ese estado intermedio entre la vigilia y el sueño, cuando se acordó del triatlón de 2004. Detenido al costado de la ruta, Cristian fue atropellado por otro ciclista. Tres costillas rotas y una fractura en la pierna.

Desde ese momento, días antes de las carreras, Claudia le cosía en una de las mangas una medallita de San Benito, para que lo cuidara.

Los ojos cerrados cuando se acordó de que vaya uno a saber por qué, justo esta vez, se había olvidado de coserle la medallita.

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***

Decidí armar una rutina para no volverme loco. Revisé la comida: cuatro barras de cereales, varios geles, chocolates, alfajores. Bien racionada, podía durarme cinco días. Encontré un pequeño hilo de agua. Sed no iba a tener. Busqué las pilas de repuesto para la linterna. Las que llevaba se habían perdido en la caída.

Cada diez minutos, tocaba el silbato de emergencia y gritaba auxilio. Cada quince, me incorporaba y con la espalda apoyada en la roca, caminaba lento hacia el hilo de agua. Gota tras gota, la cantimplora tardaba veinte minutos en llenarse.

En situaciones como ésta, el estómago se cierra, el hambre desaparece.

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A lo lejos, veía un pastizal. Con el viento, los pastos se movían. Vi cuatro caballos. Vi un rancho con una ventana enorme. Vi a un Cristo en la cruz. Vi a cinco personas que parecían buscarme. Y vi, después, cómo el pasto se movía de un lado al otro y todas estas alucinaciones desaparecían de golpe. No me asusté. Me había pasado en otras carreras: el cansancio, la falta de comida y de sueño hacen que uno se imagine cosas.

Un pájaro se posó en un árbol cerca. Me miraba. Sentí su compañía. Traté de establecer un vínculo con él. Quise hablarle pero se fue antes de que pudiera decirle algo.

El tiempo no pasaba. Rezos de pedido de rescate, rezos de tranquilidad para mi familia. Pedí a Dios, a mis padres, que ya no están, a mis ángeles.

A quien sea que pueda ayudarme, le pido que lo haga.

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Me angustiaba saber que mi familia me debía creer muerto. ¿Qué estarían haciendo Claudia, Belén, Santiago? ¿Qué podía hacer yo, ahora, más que pensar en positivo? Cuando nos encontráramos se darían cuenta de que sólo había sido un mal momento.

Grité auxilio. Hice sonar el silbato. Grité auxilio. Me senté. El sol empezó a bajar. También la temperatura. A las ocho ya estaba oscuro. Prendí la linterna. Tal vez, alguien pudiera verme. Me tapé con la manta de papel de aluminio, me acosté en posición fetal. Cerré los ojos. De a ratos, los abría para ver si veía una luz en la quebrada. Pensé que, como la noche anterior, no iba a poder dormir. No sé si fue por el cansancio o la tensión, pero pude. De a ratos, pero pude.

Sueño con gente que me busca. Que se mueve en la montaña. Oigo, claro, dos personas hablando. Un hombre y una mujer. No entiendo lo que dicen. Están arriba de mi cornisa. Trato de escuchar, hago un esfuerzo y cuando me concentro oigo que las palabras se deshacen, se transforman en el sonido del viento que pasa entre los árboles.

A la madrugada me despertaron los truenos. Hacia el oeste, para el lado de San Luis, veía los relámpagos y las nubes de una tormenta eléctrica. No tenía más que una manta. Hacía frío. Si llovía, la iba a pasar mal en serio.

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Sin reconocer que lo único que podía tranquilizarme era un juego mental, me acordé que en la inscripción un corredor de 68 años me había dicho que este cerro tiene un raro mineral que genera un microclima en la zona.

No va a llover. Mineral milagroso. No va a llover.

***

Desde el patio de su casa, a unos cuatro kilómetros de San Javier, el bombero José Luis Altamirano, exhausto después de haber corrido la carrera en quince horas, vio allá lejos, en el medio de la cuesta, la luz de una linterna. Eran las cuatro de la mañana del lunes. Llamó a la organización. Alguien se había perdido.

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Unas horas después, él y otros cinco bomberos, dos policías y gente de la organización fueron a la zona. Sabían cuál era el paraje, pero no el lugar dónde estaba el hombre. Hay quebradas, bosques, muchos árboles. Para peor, debido al frío de la noche del sábado, en la mitad de la carrera, uno de los puestos de control había cambiado de ubicación. No estaba claro el lugar donde podría estar Gorbea.

Altamirano presentía que el perdido vivía. Por más que gritara no lo iban a oír: el arroyo estaba crecido. Narcisista, el ruido del fluir del agua absorbe otros sonidos.

Altamirano quería encontrarlo. Era su primera competencia. Su tierra y el hombre perdido, su compañero de carrera. Algunos de los que buscaban no tenían radio. Era escuchar un grito y preguntar: ¿Fuiste vos el que gritó? ¿Fuiste vos el del silbido? A esto se le sumaba el ruido de los dos helicópteros y del avión que daban vuelta por la zona. Estaban en una de las cuestas cuando apareció la neblina. Con la lluvia, el frío se hizo más intenso. Decidieron suspender la búsqueda un rato y bajar a la base del cerro.

***

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El lunes amaneció nublado. Cielo gris, ánimo azabache. Saqué chocolate para el desayuno. Lo abrí con cuidado. Lo partí en dos, me metí una parte en la boca y lo saboreé sin pensar, jugando con la lengua.

Desde arriba no podrían verme. Quizás escucharan mis gritos o el silbato, pero sólo me podía encontrar alguien que viniera desde abajo, desde el valle.

Grité auxilio. Hice sonar el silbato. Grité auxilio. Estiré las piernas. Salté, con miedo, en el lugar.

De a ratos, las nubes bajaban, se acercaban a la montaña. No iban a encontrarme hoy. Tranquilo.

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Mis ruegos a Dios, que eran internos, se fueron transformando en gritos desesperados.

¡Sacame!

¡Sacame por favor!

¡Hacé algo!

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¡Sacame!

¡Ya aprendí lo que tenía que aprender!

Si hubiera sabido que nadie iba a escucharme, igual habría gritado.

***

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La última vez que Lisandro Tagle vio a su amigo Cristian Gorbea fue durante la primera hora de la carrera. Corrieron juntos hasta que en una subida Cristian se alejó. Ahora, esperando en el aeropuerto de Córdoba el avión que traía a Claudia Rama y Alberto Beúnza de Buenos Aires, Lisandro pensaba qué habría pasado si hubiesen estado juntos más tiempo.

Salvo por la llamada del periodista Víctor Hugo Morales que la distrajo un poco con sus preguntas, en las tres horas que duró el viaje en auto hasta San Javier, Claudia sintió que estaba masticando un chicle de angustia.

-¿Hacía frío? -preguntaba ella.

-No -respondía Lisandro y pensaba: “Un frío helado que no te permitía dejar de tiritar”. Se imaginaba a Cristian con la cadera quebrada, en el fondo de un lecho. Muerto, después de un ataque cardíaco. Veinticuatro horas era demasiado tiempo como para que estuviese perdido.

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Lisandro y Alberto hablaban y hablaban. Los llamados de la gobernación, de la policía, al celular de Claudia relajaban, un poco, el clima denso en una ruta sinuosa, elevada junto al precipicio, que parecía no terminar nunca.

Cuando llegaron a la posada donde se había hospedado Cristian, Claudia vio en el estacionamiento el Volskwagen Gol verde, cuatro puertas, alquilado por su marido. En ese momento, empezó a sentirse protagonista de una tragedia.

Podría haberse quedado llorando. Nadie la habría culpado. Pero, en cambio, fue a la estación de policía a declarar, coordinó la búsqueda del helicóptero y el avión privado, pensó en la posibilidad de que lo encontraran herido y llamó a la obra social para que le consiguiesen un médico. Así, pudo sentirse útil, ocupada en algo.

Mientras, atendía las llamadas de amigos y familiares. Algunos la reconfortaban. Otros le decían que su marido estaba loco. Una de sus amigas arriesgó: “Seguro está muerto”.

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Lisandro y Alberto recorrían el pueblo de San Javier buscando baqueanos. Encontraron tres. Les dieron cien pesos a cada uno, les pidieron que encontraran a su amigo. Después, fueron a la estancia La Constancia, al pie del Champaquí. Quizás, ahí, alguien supiera algo.

Desde Córdoba, estaba llegando un camión con cuatro perros Golden retriever olfateadotes. La policía le dijo a Claudia que había que ir a buscar ropa de Cristian para que los animales pudieran reconocer su olor.

Los mensajes de texto de su hijo: ¿Apareció? Las remeras, prolijas, una arriba de la otra. El cepillo de dientes. Llenar la valija vacía. Levantarle el cuarto a un muerto. Pagarle a la mujer de la posada la noche que su marido, ¿muerto?, había pasado en una cornisa. Descubrir que ese pensamiento, ya aparece, para adentro, ya aparece, repetido, ya aparece, silencioso, ya aparece, no era más que un deseo fútil.

***

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Me entreno desde hace veinte años. Corro carreras de aventuras. Hice trekkings que duraron una noche entera. Vi, junto a mi hijo Santiago, decenas de documentales de rescatismo. Eso me ayudó.

Estaba en un lugar que podía aguantar mi peso. Tenía comida y agua. Perderse formaba parte de las reglas del juego. Y para jugar, uno empieza por aceptarlas. Conozco montones de historias de gente que se equivocó de camino, que se rompió una pierna, que no pudo llegar. Tranquilo.

Me acomodé contra las rocas y pensé en mi familia. En el día en que me casé, los nacimientos de mis hijos, los trabajos que tuve, la escalada al Aconcagua, las carreras de expedición. Pensé en la charla en la que Fernando Parrado contaba su supervivencia en Los Andes. Él pudo sobrevivir en condiciones mucho peores. Pensé en mi mamá, en mi papá, ya fallecidos, en los buenos momentos que pasamos juntos. Pensé que había tenido una vida plena. Pensé que si alguien me decía que éste era el final, mi respuesta hubiera sido que no me arrepentía de nada.

Grité auxilio. Hice sonar el silbato. Grité auxilio.

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Creí oír un ruido. Temí otra alucinación, pero un helicóptero, negro, pasó real sobre mi cabeza.

Más gritos: desesperados.

Por favor.

Que alguien.

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Quién sea.

Me escuche.

***

Al ver la cara de preocupación de los dos hombres, Luis Dorado, dueño de las 1.200 hectáreas de la estancia La constancia, recordó, en un destello de intuición, los cóndores que esa mañana había visto revolotear sobre la cuesta de las cabras. Pensó: el hombre ya es carroña. Y mandó a dos baqueanos. A ver si encontraban algo.

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Gabriel Ledesma subió con su compañero Darío “Peco” Díaz y Felipe, un perro cruza de ovejero. Conocía la zona, pero no mucho. El precipicio lo impresionó. Ciento ochenta metros de caída. Una sensación extraña, un vacío en el estómago. Le pidió a Peco, si no le sacaba una foto con el celular.

Por encima de sus cabezas, pasó el helicóptero. El grito. El eco del grito. Gabriel no supo si era Cristian o un lugareño que buscaba al corredor. Otro grito.

Era Gorbea. No había duda. Pero dónde estaba. El gerente de Recursos Humanos del Banco Hipotecario prendió su linterna. Detrás de un árbol, Gabriel vio la figura. Lo había encontrado.

Subió por la cuesta hasta llegar al lugar donde el piso había parecido desaparecer. Trató de ver a Gorbea. No pudo.

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– No te veo.

– Estoy acá.

– Quedate ahí. Tranquilo. Ya avisé por handy a los bomberos. Yo me quedo con vos. No me voy hasta que te rescaten. Si me tengo que quedar toda la noche, me quedo toda la noche.

Cuatro metros más abajo, de pie en la cornisa angosta en la que había pasado las últimas cuarenta y dos horas, sin un rasguño, emocionado, Cristian Gorbea lloraba.

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Cuarenta y cinco minutos más tarde, el bombero José Luis Altamirano agarraba el brazo del hombre atado con un arnés de soga naranja. Ahora, lloraban todos.

-Yo entiendo mi llanto, pero no el de ustedes. No me conocen -dijo Gorbea.

-No te imaginás lo que sentimos al encontrarte vivo -respondió alguien.

Cuando Claudia Rama llegó a la estancia La constancia encontró a su marido, la ropa sucia, tomando un plato de sopa. Gorbea no entendía qué hacía su esposa, sus amigos, la gente del banco en ese lugar. Parecía metido en una película. No hablaba de la cornisa, de las cuarenta y dos horas, de las alucinaciones, los ruegos, la tormenta eléctrica. Relataba la caída. Decía: “Iba treinta y dos en la general”. Como si eso fuera lo importante.

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***

Estoy viviendo tiempo gratis. Fue un milagro. Lo cuento y no lo entiendo.

Pero todos sabemos que vamos a morir y lo negamos, cada día, al levantarnos de la cama.

Aunque cambié: soy más solidario. Trato de ayudar a otros en lo que puedo.

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Antes, los bomberos me parecían unos tipos que trabajaban en un cuartel apagando incendios; ahora, son héroes.

Intento pasar más tiempo con mi familia.

Intento disfrutar los momentos. Pero ¿no tratamos todos de disfrutar los momentos?

Las rabietas, por problemas de trabajo no desaparecieron. Sin embargo, cuando me broto, vuelvo a la cornisa. Trato de pensarme allá. Con mi barras de cereal, el frío. Sin saber cuándo iban a venir a rescatarme. Comparo situaciones. Y el enojo, de a poco, se apacigua.

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Aprendí la lección. Pero competir es mi vida.

Mi trabajo incluye presión. Correr me relaja, me carga de energía. En los últimos veinte años me entrené, en promedio, cuatro veces por semana. Con picos de nueve entrenamientos y con días que no pude, por razones laborales.

Voy a tomar más recaudos. Pero no voy a dejar de competir. No puedo.

En septiembre voy a volver a Champaquí. Voy a volver a correr los ochenta kilómetros. Esta vez, con José Luis Altamirano. Yendo al lado de un bombero, no voy a perderme.

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Pensé mucho sobre lo que me pasó en el cerro. Esto es como una pizza grande: podés comerla, pero te lleva tiempo digerirla. ¿La conclusión? Me pido a mí mismo, le pido a Dios, no olvidarme de lo que pasó. Sin embargo, tenemos la inercia de vivir negando la muerte.

Nuestra cabeza funciona así: yo sigo siendo inmortal.

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