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Pasión por curar: historias de sacrificio y vocación en el Hospital Gutiérrez
El Hospital de Niños, que atiende 1.500 chicos por día, cumple 140 años. Cómo se vive en el lugar dedicado a salvar vidas.
Por Magda Tagtachian
(CABA) El corazón de Lautaro, brillante, se abre y se cierra. Parece una ciruela bien roja que baila. Que quiere asomarse por el gran ventanal fijo del quirófano. Afuera resplandece un cielo azul entre las nubes que rascan las copas de los árboles. En el Hospital de Niños Ricardo Gutiérrez, diez profesionales están terminando de operarlo. El bebé de tres meses lleva cuatro horas en su sueño de opio. En su pecho literalmente abierto, hasta hace cinco minutos, su corazón no latía. Una bomba de circulación extracorpórea, manejada por dos especialistas, se encargaba de ello. La sangre roja y oscura salía por una cánula y al rato volvía por otra vía a su lugar, más roja y clara, oxigenada. Con ambo, barbijo y lupas quirúrgicas, Willy Conejeros Parodi (48), cardiocirujano, coordina la cirugía para corregir una cardiopatía compleja. Andrés Rosso (34), otro médico, con cámara estilo Go Pro y casco, filma mientras cose y cierra el pecho. Un residente, cofia del Pato Donald, le pasa una tijera. La operación está en su fase final. Willy sale al hall. Se lo ve tranquilo. Algo cansado. Mira su celular. Su hija Micaela le acaba de mandar una foto por WhatsApp. La nena está por irse de viaje con el Pellegrini. Conejeros sonríe con los ojos por encima del barbijo. El pasillo que une como peine cada uno de los 11 quirófanos a nuevo del Gutiérrez, tiene un olor extraño, característico. “El bifecito”, lo llaman los médicos. Es el aroma a carne quemada. A pesar de las cirugías complejas, se multiplican los chistes, necesarios.
La hoja de ruta en el gigante de Paraguay y Bustamante, hospital público y gratuito que celebra 140 años, arranca a las 8 con el “Pase de Guardia”. Un aula recibe a médicas maquilladas y otras con profundas ojeras que delatan una noche severa atendiendo pacientes. Hay residentes que no cumplieron los 30 y eminencias que se alejan de los 60. Hay sobretodos de paño oscuro sobre guardapolvos blancos y hay abotinados de cuero lustrados, zapatillas roqueras gastadas y sandalias de descanso. En los estetoscopios de las pediatras danza algún tigre, pájaro u oso de peluche que se ocupan de robarles risas a los chicos. A diferencia del quirófano, el pase de guardia parece una mesa de exámen. Cada caso que llevan los médicos es uno de los 1.500 que recibe por día el Hospital, el primero de América Latina y decimocuarto en el mundo. El informe del “estado de situación” termina a las 8.30. Todos vuelan a sus puestos.
El día comienza. En Hemodinamia se abre una puerta vaivén. En una sala llena de monitores, a través de un vidrio verde oscuro, todos observan a Germán. Tiene 15 años y una trombosis pulmonar que se le despertó después de un golpe. Por un corte en la ingle, le introdujeron un catéter que ahora llega a la aorta. En la punta de ese cable viaja el sombrerito de Hijitus. Así lo llaman los médicos porque eso es lo que parece. La pieza de níquel y titanio ya es parte de Germán. Se quedará ahí para sellar su aorta. Saldrá en todas las placas de tórax que se realice. “Lo pusimos para cerrar lo que a Tata Dios se le olvidó”, apunta Diego Centeno (52), radiólogo. “Hace 20 años, esto mismo se operaba a cielo abierto”, aclara Luis Trentacoste (57), jefe de Hemodinamia.
Hemodinamia, como Infectología y el Hospital de Día Oncológico, forma parte de las áreas hechas a nuevo. El Hospital también estrenó tomógrafo y es el único dentro del sistema de salud del Gobierno de la Ciudad que hace trasplante de médula ósea. “Al chico que le detectan un cáncer, a las tres horas ya recibe tratamiento”, avisa Daniel Freigeiro (59), hematólogo especialista en leucemias, subdirector del Gutiérrez. “En la Argentina, se diagnostican al año de 1.300 a 1.400 tumores en menores de 15 años. De ellos, 400 son de leucemia. Sin embargo, el 70 % se cura”, continúa Freigeiro. “En números, comparado con la desnutrición o las infecciones, la proporción es mucho menor. Pero, entre los mayores de 5 años, después de los accidentes, es la segunda causa de muerte”. El 30 % de los casos en Clínica corresponde a pacientes oncológicos e inmunodeprimidos. “No es que haya más tumores. Es que las otras enfermedades están más controladas. Antes te podías morir por una diarrea. Y en cuanto al cáncer, no había un diagnóstico tan temprano. Hoy rápidamente son atendidos y derivados. Cuando yo empecé, a los 25 años, la proporción era a la inversa: el 70% fallecía”, subraya Eduardo López (69), jefe del Departamento de Medicina.
“Dar la noticia de la muerte de un chico es lo más difícil. Tenés que usar la palabra se murió. Ni falleció ni se fue. Los papás entran en shock. No pueden comprender otro término”, explica Cristina Galoppo, hepatóloga y directora del Gutiérrez . “Muchas veces los médicos nos quedamos abrazados a la familia, llorando. En este lugar, sin embargo, las alegrías son mayores que las tristezas. Vemos sufrir a los chicos, pero también recuperarse. Y lo hacen rapidísimo. Las mamás traen y dejan la foto de sus nenes cuando ya engordaron, rozagantes y felices”, se le ilumina la cara a Galoppo.
“Los nenes tienen esa esencia tan especial. A un adulto le hacés una punción de médula, está aterrado y cuando termina el estudio, se levanta y quizá no te saluda. El chico, que llora y patalea, termina el estudio, viene y te da un beso”, dice Freigeiro. “Como médico, con los años, aceptás la muerte como algo posible. Entendés que no podés curar a todos, pero sí acompañarlos.”
El milagro. Modesta Domínguez (40) dice que el apellido de su bebé debería ser Gutiérrez. “No tengo palabras para agradecer a los médicos y enfermeras. Son mis ángeles. Iván nació en el Paroisien, de La Matanza, a donde llegué después que se me desprendiera la placenta. Se quedó sin sangre, lo transfundieron esa noche y me dijeron que probablemente no iba a vivir. Que le quedaban dos minutos de aire. Tenía intestino, riñones y sistema respiratorio muy complicados. Me derivaron al Gutiérrez donde vivimos cinco semanas y le salvaron la vida”, cuenta con tonada paraguaya Modesta, que además es mamá de Ronald (16) y César (3).
En el pasillo de enfrente, llora Fausto Gael Martínez, un bebé de cuatro días, que llegó hace menos de doce horas en avión sanitario desde Bariloche. Está internado por una malformación congénita. Ya lo operaron. Ahora intenta tomar la leche materna. Se la da Ariel, el papá, mientras la mamá viaja al Fernández para controlar la cesárea. Un rosario envuelve el cuello y la mirada de Ariel. Es metalúrgico. En el sur, con los abuelos, dejaron a sus otros hijos, Zoe y Giovanni.
A su lado, Sumiré Llanos Ojeda cuida a Thiago Caro López, de un mes. Thiago abre grande la boca. Busca la teta de su mamá Zulma, que salió. Sumiré es voluntaria del Gutiérrez desde que se quedó sin trabajo, hace siete años. En el brazo izquierdo de su guardapolvo celeste luce orgullosa una letra “V” en rosa. En Neo los bebés en sus cunas parecen muñecos de porcelana. Tan frágiles. Tan bellos. Daniela Satragno, 48 años, recorre el área a su cargo con sonrisa dulce permanente. Es la sobrina de Pinky y tiene ángel propio. Se lava las manos con agua y jabón unas 70 veces al día, cada vez que entra y sale, y que toca a un paciente, o pañales, gasas o algún elemento desechable. No lleva ni anillo ni pulsera ni reloj. Nada que pueda transportar “los bichos de afuera”. Entre las camas diminutas con calefacción, que parecen los sillones de la peluquería con el secador, también circula Juan Montaño (34), bioingeniero salteño. Anda con un cable en la mano, mientras arregla cunas con monitores.
Los pasillos desembocan en antiguas galerías que recorren los jardines internos del Hospital. Allí algunos chicos se hamacan y trepan a los juegos, mientras los papás fuman y descargan tensiones. Una banda de gatos vacunados y esterilizados también hace de las suyas. Los nenes se divierten con sus saltos o con las muecas de los payasos. Ezequiel Zena (24), nariz roja, sombrero gigante verde y palos de bowling que cuelgan de sus orejas, no puede pronunciar palabra en serio. Como su compañero Lucas Zárate, es otro “animal hospitalario”. No hay tiempo que perder. Y se esfuman persiguiendo una camilla.
Lucía, dos años, entra tapada con una manta de osos a la sala de recuperación. Recién sale del quirófano. Sus pies apenas llegan hasta la mitad de la camilla. Quizá sea lo que más impresiona. Una imagen que se repite en ascensores y pasillos. Lucía tiene la cabeza y sus manos vendadas. La noche anterior jugaba en la calle y tocó un transformador. Los chispazos le pusieron como cables el pelo y le volaron parte del cuero cabelludo. Las manos se le achicharraron. Le acaban de sacar un sector de tejido del glúteo y se lo pusieron como parche en la cabeza. Lucía llora. La enfermera sonríe. “Eso indica que se despertó y tiene hambre”, explica el jefe de Anestesia, “Freddy” Gilmour. “Sí, como el guitarrista de Pink Floyd, pero sin la plata ni el talento”, aclara. Tiene 52 y una hija de 14 que donó sus juguetes al Hospital. Es uno de los NyC,Nacidos y Criados.
A esa secta, a la que también pertenecen Galoppo y Freigeiro, se ingresa a fuerza de constancia y trabajo. La directora vive a cinco cuadras de su segunda casa, a donde entró hace 40 años cuando era residente. Duerme con los dos celulares encendidos. Se levanta 6.30, desayuna un yogur y a las 7.15 ya está por la oficina. Su despacho de boiserie original huele a cera, café y medialunas. La dire repasa la hoja de ruta, mientras apura un segundo desayuno. Tiene 63 años, es creyente y cuando puede frecuenta la misa en la Capilla del Hospital. “Somos una buena dupla, nos complementamos”, dice Freigeiro, vecino de Caballito, papá de dos hijas y ex alumno del Colegio Nacional de Buenos Aires.
Inés Bulacio camina con guardapolvo blanco. No es médica sino maestra. En el Gutiérrez funciona la Escuela Hospitalaria N°1. Así, los chicos que están internados no pierden días de estudio. En caso de que no puedan trasladarse a las aulas, las maestras se acercan a sus camas, con los libros y el pizarrón que llevan en un carrito. Bulacio también se encargó de organizar una radio en la que participan los nenes y se escucha por los pasillos.
Pasar el invierno. En pleno frío, la guardia un viernes a la noche estalla. Hay seis consultorios que relucen, dos camas en la sala de shockroom y médicos que corren por los pasillos. Acaba de entrar un chico con acidosis respiratoria (por un desequilibrio, los pulmones no pueden eliminar el dióxido de carbono). Ordenan procedimientos y navegan los nervios. Lo estabilizan. Detrás de los boxes, la columna vertebral: la sala de los médicos con tele, computadoras, cocinita y tres sillones donde los más entrenados duermen sentados. Gregorio Benito (60), traumatólogo a cargo de la Unidad de Guardia, pasa las 24 horas de los viernes en el Hospital. Es otro NyC. Saluda a una médica. “Tenés la cara fría”, descubre ella. Benito viene de atravesar el patio, donde está Anatomía Patológica, el lugar donde funciona la morgue. Fue a entregar un angelito. El es la autoridad máxima del Hospital, cuando Galoppo no está. Si ocurre un deceso en ese momento, le toca a él firmar.
La morgue funciona en uno de los sectores más antiguos del edificio. Una puerta da paso a un estrecho pasillo. A la derecha, una pizarra muestra un dibujo con siete cavidades. Eventualmente, dentro de cada espacio, irá escrito un nombre que ya se despidió. Enfrente está la cámara frigorífica que replica el esquema. En cada puerta cromada, un número grande en rojo identifica cada bandeja. La gente de limpieza, los médicos, los estudiantes y el equipo que conduce Elena De Matteo (55), jefa de Anatomo Patología, pasan frente a la heladera casi sin alteración. “Separo la vida de la muerte. Lo hago acá”, señala su pecho De Matteo. El flequillo rubio apenas le cubre los ojos claros.
La noche es un mundo aparte. A las seis de la tarde empieza la segunda ronda de guardia por las salas y que puede durar más de tres horas. El Hospital respira en silencio. Julián Onaindia (56), jefe de Clínica de Guardia, y su asistente Daniel Montero (47), ambos internistas (ven a pacientes complejos), hacen “la gira”. La ruta del recorrido es idéntica desde hace años. “Así la heredamos”, confiesan. Son Starsky y Hutch en versión pediátrica. Solucionan urgencias, complicaciones y revisan a los pacientes nuevos. En cada sala, los residentes de cuarto año de clínica pediátrica, les cuentan los ingresos y les presentan inquietudes. En esa charla afloran dudas y experiencias. También pasión. Montero tiene la voz ronca. Se define workalcoholic. Entró al Hospital como residente. Nunca pensó en atender otro paciente que no fueran niños. “Vocación”, resume. “Me encanta dar clase, hacer la gira de la guardia, tener curso, consultorio, universidad, por eso quedo así”, sonríe con ojeras. Habla con la mamá de Santiago Sosa, de seis meses, que hace cuatro está internado. Nació con hidrops fetalis, cantidad excesiva de agua en su cuerpo, su caso es delicado.
En la capilla del Hospital, Alejandra busca resguardo. Con Perla de un año en un banco, mira a San José. La mamá le da la leche materna guardada en un tubito. Alza la probeta como ofreciéndola al Santo. A su nena la operaron del corazón y a eso le siguió una neumonía. La beba tiene síndrome de Down y una sonrisa enorme que pelea con los mocos. Alejandra eleva la vista otra vez. Clava sus ojos en los de San José, que también sostiene a su niño. Están solos con sus hijos. Parece suplicarle ayuda. En él confía. Desde ahora serán cómplices y testigos.
Fuente: Revista Viva
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