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Los cafés centenarios, un bastión de antaño lleno de mística
Un refugio bien porteño.
Hay unos 7000 bares, pero sólo 25 tienen 100 años o más; con la tradición vigente del vermut, la tertulia y la milonga superaron la irrupción de las nuevas marcas gracias a su historia y a su legado.
(CABA) Todas las mañanas, Giuseppe repetía su ritual antes del primer mate del día. Se levantaba temprano, a las 6 o 7, se vestía con pantalones y camisa de grafa azul y encendía un Le Mans suave. Apoyado en la mesada blanca, al lado de la cocina a leña, intercalaba las pitadas con pequeños sorbos de Hierroquina, que servía en un vasito de vidrio verde. Fue una costumbre que creció con él en la adolescencia de Ascoli, en Italia, y que lo acompañó hasta el sur de la provincia de Buenos Aires.
Esa imagen de mi abuelo entre sombras no es la única que recuerdo cuando veo la botella de la misma marca, con idéntica etiqueta amarilla y roja, apoyada en los estantes del bar El Federal, repletos de otras botellas de antaño que acumulan tierra y grasa. Las sillas tienen el mismo diseño que las que se usaban en la cocina de mi abuela; el sándwich de pavita en escabeche me transporta a esos manjares en aceite, especias y laurel que conocí durante la infancia; las cañas Legui y Ombú son el puente entre el San Telmo de la semana pasada y los atardeceres campestres de hace 25 años entre jineteadas y pruebas de destreza a caballo en el centro criollo El Pegüal, de Pigüé.
Me traen también esos recuerdos el vermut de media mañana en La Embajada, el café que acompaña la digestión en La Puerto Rico, la cerveza con castañas en El Preferido de Palermo y la Torcacita de El Boliche de Roberto, un aperitivo que mezcla Hesperidina y rodajas de naranja coronadas con un chorro de fernet.
¿Qué tienen en común todos ellos? Además de integrar el grupo de los 84 bares y cafés notables de la ciudad de Buenos Aires son centenarios y lograron perdurar a través de los años a pesar de las ofertas gastronómicas que crecieron a su alrededor. Se convirtieron en símbolos de los barrios entre tardes de truco y noches de milonga, guitarra y bandoneón.
“Todos inventan tragos con Campari, Pineral, Hesperidina o fernet. Parece que a esas bebidas las hubiesen inventado ahora, pero acá se toman con soda o limón, como se deben tomar, no mezcladas con coca u otros tragos, como hacen los pibes”, dice Pablo Spikerman, en la barra de El Boliche de Roberto, en Almagro, mientras sirve un Gancia. Tiene los brazos tatuados y zapatillas rockeras. Su esposa, Cecilia, usa mechones de pelo color rosa y ojos bien delineados por un maquillaje oscuro y profundo. Los dos atienden a un grupo de parroquianos en camisas a cuadros o chombas, bermudas y mocasines con medias que todas las tardes, sin interrupciones desde 1960, juegan al truco en la misma mesa que compartían con Roberto, el dueño del bar, que falleció hace algunos años.
Fuente: La Nación
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