Buenos Aires, 19/04/2024, edición Nº 4174
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Cultura

Llega la exposición Cromofobia al MACBA

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(CABA) Una sala sin colores. Para los ojos resecos de tanto brillo irradiado por las pantallas que organizan nuestras vidas, las salas del MACBA donde se exhibe Cromofobia pueden resultar un alivio. Pero más allá del irónico miedo al cromo sugerido desde el título, la muestra curada por Teresa Richiardi invita a un recorrido en blanco y negro por las obras de distintos artistas contemporáneos, donde lo fundamental es la ausencia del color, parte fundante de sus correspondientes lógicas poéticas.

La primera sala es la de la luz. Allí, recortadas sobre las paredes de cemento, las superficies blancas de las obras generan diversos choques de textura. Entonces el blanco deja de ser uno solo para convertirse en las diferentes posibilidades de los cuerpos y materias que lo encarnan: no es lo mismo el blanco aséptico de los azulejos de Ivana Vollaro –y las referencias de lugar y de situaciones cotidianas que en cada uno de nosotros ese conjunto de cerámicos y su servilletero de metal puede despertar–, que el blanco orgánico de la escultura del brasileño Ascanio MMM, donde la luz refractada es tanta que vela las nervaduras de su superficie, haciendo ver como llano aquello que no lo es; dando por tierra cualquier metáfora iluminista de que la luz es siempre la verdad. Distinto es también el blanco suave e impoluto de la fórmica de Silvana Lacarra, en el que se inscriben esas finísimas incisiones como rasguños de un animal desapasionado, tan suaves que parecen hechas sobre papel y no sobre esa materia dura y difícil de moldear. Tan diferentes a los “buracos” de Ana María Maiolino, perforaciones en el papel que nos hacen imaginarla cortando la materia con sus propias manos hasta desgarrarla, dejando ver el interior mismo de la celulosa.

El poquísimo color que hay en la sala ha quedado encerrado en las impresiones de Nicolás Mastracchio y Pablo Accinelli, cuyas fotos de un loro, un cesto azul eléctrico y el paisaje de las cataratas, reducidas a un tamaño apenas visible, se sumergen en la espesura blanca del papel que las soporta.

En una de las rampas del museo, “Composiçao”, la tinta sobre papel de Lothar Charoux, resulta un ejemplo claro de las búsquedas formales que por esos años (1956) llevaban a cabo los artistas concretos de un lado y otro de la frontera con Brasil: líneas ortogonales y figuras geométricas simples, colores primarios (o su total ausencia, como en este caso) como premisas básicas para que la pintura deje de representar y comience a hacer presente en cada obra su verdadera esencia.

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Como en la escala de grises, el primer subsuelo desciende a los tonos intermedios: allí están los vidrios esmaltados de Lucio Dorr y la “Fuga 21=36” de Knop Ferro, una construcción realizada con diversas varillas en el que el tono es dado por el metal y sus sombras. También las fotografías de Marcela Sinclair, Guido Yannitto y Mathieu Mercier, cada una ofreciendo distintos modos de visualizar los grises, ya sea a partir de una toma color o una blanco y negro. Y el paisaje en carbón sobre papel de Matías Douville, uno de los pocos dibujos y obras figurativas de la muestra, tendiente en su mayoría a la pintura, la escultura y el objeto, y a la abstracción de corte geométrico –al igual que la colección entera del MACBA. En este mismo sentido pueden pensarse los papeles de Tomás Espina: sobre el fondo negro de la hoja –teñida por el hollín de una habitación que ha ardido–, Espina esgrafía mandalas como si los dibujara, y en esa suerte de dibujo invertido va del negro al blanco y de la presencia de materia a su ausencia, para formar la línea.

El segundo subsuelo, el más alejado del sol, es de la oscuridad y el negro. Allí se encuentran los “Siete días de la semana” de Horacio Zabala, 7 serigrafías en las que cada cuadrado negro seguido por una coma representa un día y nos hace pensar en la monotonía del tiempo. Los días como unidades cuadradas y oscuras pero también apilables, asimilados uno tras otro por la sed de la coma que les sigue. Y entonces la oscuridad de la sala no es sólo dada por la utilización de valores más oscuros, sino también por el matiz de algunas ideas. La línea de tiempo de Eduardo Basualdo con su enjambre de hilos anudados pendiendo del centro del espacio, el Cristo en la fotografía de Jorge Miño, la pintura de Alfio Demestre levantándose del marco como se levantan los bordes de la piel en una herida que no termina de cerrar. Los grafitos de Mariano Vilela en los que figura, fondo y hasta marco respiran la misma atmósfera velada del gris oscuro; el gato negro como una sombra, de Malena Pizani, que apenas se advierte sobre la madera; el isósceles blanco de Andrés Sobrino, tan rotundo sobre el fondo negro que parece un recorte en lugar de una pintura. Aparece un leve verde en el óleo sobre madera de Raúl Lozza. Es que subir al primer piso desde las profundidades del subsuelo genera una especie de liviandad luminosa: la sala alta del museo es la de mayores interacciones entre negro y blanco. Desde las “Gotas” hechas en madera de cedro de João Carlos Galvão hasta la composición a base de puntos negros de goma sobre fondo blanco de Beto de Volder y el díptico de Andrés Sobrino, todo resulta una suerte de condensación de la experiencia general de la muestra. Ahí está también la tela blanca de Pablo Siquier, con sus características estructuras singulares, herederas de la caligrafía y el laberinto, donde todo parece regular y uniforme hasta que lo miramos bien de cerca, y los trazos negros –con sus sombras leves– maquinales por lo impasibles, eluden cualquier pesquisa de autor.

Hay también en la planta alta del museo otro ejemplo del espíritu de la pintura en la década del |50: en sus acuarelas, João Costa da Silva busca hacer que el ojo circule por todo el campo pictórico de la composición hecha en base a pequeños círculos, hasta dar con aquello que rompe con su regularidad. Y también de regularidades e irregularidades están hechos “El centro de la ciudad” de Manuel Alvarez y “168 barritas” de Pilar Ferreira. Terminando la muestra encontramos una pequeña pintura de Rogelio Polesello, como una serpiente de tinta de puntas filosas y estructura zigzagueando sobre el papel, que data de 1960.

Elemento omnipresente y omnipotente a lo largo de toda la historia del arte, el color ha subordinado a los otros recursos visuales infinidad de veces, sucumbiendo también los artistas ante su sensualidad expansiva y expresiva. En esta coyuntura, 32 artistas, oscilando entre luces y sombras, exploraron otras posibilidades de sus poéticas plásticas. Y en muchos casos salieron airosos. Es muy probable entonces, que al menos ellos, ya no tengan miedo al cromo.

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Cromofobia

Lugar: MACBA. Av. San Juan 328
Fecha: hasta el 1 de marzo
Horario: lunes a viernes de 12 a 19. Sábados y domingos de 11 a 19:30. Lunes cerrado.
Entrada: $30

Beto de Volder Sin título 2012 goma EVA sobre MDF

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