Buenos Aires, 19/04/2024, edición Nº 4174
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Cosas raras que se oyen en las librerías

El oficio del librero, lejos de ser el de una persona que se pasa el día leyendo, está a veces rodeado de anécdotas que tienen como escenario su lugar de trabajo. Buenos Aires es la ciudad con más librerías en el mundo, y los porteños son portadores de innumerables anécdotas.

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(Caba) ¿Tiene algún libro con el pronóstico del tiempo para el resto del año? ¿Venden pasta de dientes? ¿Puedo dejar acá a mis chicos y en una hora los vengo a buscar? ¿No tienen algún libro con mi nombre? ¿Es una librería pacifista ésta que no tiene una sección de guerras y armamento? ¿Tiene algún libro de este tamaño, así me entra en la estantería? Son algunas de las preguntas que los libreros deben lidiar en su oficio y que la inglesa Jen Campell relata en su libro Cosas raras que se oyen en las librerías, de Editorial Malpaso, y comenzó a distribuirse en Argentina hace pocas semanas.

El oficio del librero, lejos de ser el de una persona que se pasa el día leyendo, está a veces rodeado de anécdotas que tienen como escenario su lugar de trabajo. Buenos Aires es la ciudad con más librerías en el mundo, y los porteños son portadores de innumerables anécdotas:

En la Librería Aquilea, hay un cliente habitual: el señor D’Aloisio, que compra biblias. El responsable del local, Hernán Lucas, autor del libro Aquilea. Crónicas de una librería (que también recopila este tipo de anécdotas), explica que D’Aloisio, después de pagar las biblias, le pide “que les borre el precio y, en ese lugar, escribe su nombre. A veces, para obtener una biblia nueva, me vende alguna, pero siempre las recupera. Le es fácil comprobar cuáles son las «suyas»: busca su firma. Cuando viene a comprar y no encuentra, al rato vuelve para venderme alguna. Lo que él en realidad busca es mantener un equilibrio entre sus biblias y las de mi librería”, apunta el librero.

libro infantil

“¿Me contás un cuento?”, le dice un chico a Liliana Libedinsky, dueña de la librería Caleidoscopio, de Belgrano, donde una pregunta habitual de los clientes es el clásico: “¿Te leíste todo lo que tienen acá?”.

Como síntoma de su amor por los libros, otros han llegado a las librerías con valijas. Aunque no exactamente para cargarlas con volúmenes. Sandro Barrella, de la Librería Norte, en Recoleta, recuerda una visita del poeta chileno Gonzalo Rojas, que llegó en taxi y con su maleta: “Pasó antes por la librería que por el hotel”.

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En el lado opuesto, se dan casos de madres que se niegan a pagar libros que estropean sus hijos “porque así de dañados” ya no los quieren; ladronzuelos redimidos que, al preguntar al librero si hay cámaras en el local y ser la respuesta afirmativa, se sacan el libro de la campera y lo devuelven, o quienes quieren cambiar regalos comprados en otras librerías.

El dueño de El Rufián Melancólico ha visto a clientes enojados romper sus libros en la puerta del local ante la negativa del librero a comprarlos, y, hace años, no salió de su asombro cuando, tras comprarle a una mujer una colección entera de las obras de Vargas Llosa por muy poco dinero, ésta le dijo que lo único que quería era deshacerse de inmediato de esos libros “y ver la cara que va a poner mi marido, que se fue con una de 21 años, cuando vea que se los vendí”.

Miguel Ávila, dueño de la emblemática Librería de Ávila (Alsina 500), fue testigo de un episodio similar, aunque, en su caso, el esposo de la mujer que le vendió una colección acababa de fallecer. “Yo le avisé que, cuando lo enterrara, al día siguiente le iba sacar toda esa basura. Lo único que hacía era encerrarse a leer”, dijo la mujer al librero.

Hernán Lucas, de Aquilea, también halló una sorpresa entre las páginas: “Con el neuropsiquiátrico que está al lado y el sex shop que está enfrente, mi librería forma un triángulo, como el de Las Bermudas, pero con la diferencia de que en éste, en vez de desaparecer aviones, aparecen fotos de mi madre. En unos libros que le compré a un economista, encontré fotos en donde aparecía ella, adentro de una revista Sur. En una de las fotos estaba con el economista y una mujer; en la otra, sólo con la mujer. Tenía el papelito con el teléfono del economista, así que lo llamé para contarle el hallazgo. Me preguntó cómo se llamaba mi madre, y enseguida se acordó de ella y de las fotos. Se sorprendió mucho y, si bien me pidió que se las tenga, que las iba a pasar a buscar, no vino nunca. En cambio, mi madre, a la que llamé después de cortar con el economista, pasó esa misma tarde y se las llevó”.

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Fuente: La Nación

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