Buenos Aires, 16/04/2024, edición Nº 4171
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Personajes

Alan Faena, el hombre con ideas millonarias

De chico, una maestra le hacia tragar dentífrico como castigo a su desobediencia. esa fue la marca para que Alan Faena tallara su filosofía de vida y la de su negocio: nunca nadie le diría que hacer.

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(CABA) Pueden decirle cualquier cosa a Alan Faena. Que le gusta demasiado la ropa blanca. Que se ha quedado calvo muy pronto. Que es metrosexual. Que es budista. Que los sombreros le quedan grandes. Pero jamás podrás decirle que algo no se puede hacer. Es como un chico emperrado: cuantas más piedras se le ponen enfrente, más lucha por avanzar.

Cuando era estudiante, en el Saint John’s de Beccar, cada vez que la desobedecía, la maestra lo hacía tragar dentífrico. Con el tiempo, la pasta de dientes hizo su trabajo: Alan juró que, desde entonces, nadie le diría qué hacer. Ni trabajaría en una corporación. Ni sería empleado. Y ningún jefe lo haría comer dentífrico.

Fiel a su juramento, a mediados de los 90, se calza un sombrero de ala ancha, estilo panamá, y se dedica a cuidar una plantación de flores en la playa. No es cualquier plantación. Es, de hecho, y según las estimaciones de expertos de viveros de la zona, una plantación destinada al fracaso. Es, para decirlo de algún modo, una idea imposible. Y esto a Faena le encanta.

Acaba de renunciar a ser el nuevo empresario de la moda. Vende Via Vai , la empresa de ropa que comparte con su ex mujer, Paula Cahen D’Anvers, que exporta a Europa, y que, al año, factura 30 millones de dólares. Ser millonario, dice, licua la pasión. Irse a vivir a su casa en Punta del Este, una zona aún inexplorada llamada Las Boyitas -compró el terreno a 159 mil dólares, con el tiempo cotizará en más de dos millones-, significa, para él, un acto de liberación. Para muchos, es un capricho que pagará caro.

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En Punta, se dedica, solo y olvidado, a contrarrestar todos los pronósticos de clima, bioma e insectos que le hacen los vecinos. A Alan se le ocurre plantar rosas. Las rosas, se dice, trascienden modas. Son antiguas, eternas, delicadas. La profundidad misma del amor.

“No se puede, el sol es muy fuerte”, le explica uno. “No se puede, la sal del mar te quema las rosas”, le dice otro. “Estás loco: las hormigas acá no las matás con nada”, insiste otro. Faena ríe y trae más semillas. Planea tener el rosedal más nutrido de la zona. En invierno cubre su plantación de dos hectáreas con tela antihelada. No cuida rosas. Cuida su sueño.

Lo ayudan dos jardineros y, en verano, se suma un empleado más. Pasa cinco años luchando para que florezcan. Los vecinos se ríen por lo bajo. Faena se acomoda el sombrero y compra abono. Cambia la tierra. Cambia semillas. Prueba y se equivoca. Hasta que ya no se equivoca más. Y sus rosas rojas le ganan a cualquier pronóstico: llega a tener tres mil rosas, el jardín más grande de Uruguay. Está preparado, se dice, para sembrar el sueño que sea.

Por las noches, su casa de Las Boyitas se transforma en mezcla de suplemento cultural y revista de chimentos. Todo artista y celebridad que llega a Punta, pasa por ahí y escucha su batalla con las rosas. Faena abre las puertas a todos, sin distinciones. Cocina él. Descorcha buenos vinos. Y les habla de cómo es la vida cuando uno da un paso al costado. Por ahí pasan Nicolás Repetto, Marcelo Tinelli -quedan tan impactados con la zona que terminan edificando en el barrio-, Adrián Suar, Charly García, Fito Páez. No hay temporada baja para Faena. Tiene las manos curtidas de tierra. Y un bronceado eterno, aun bajo el sombrero. Pero los años pasan, y los ahorros se le terminan. Para contrarrestar temporadas y temporadas volcadas a la moda, a las modelos y a lo efímero de las pasarelas, lee a Krishnamurti. Indaga sobre el chamanismo. Y conoce las lecciones de Osho. Aviva su hogar con leña que carga él mismo.

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Durante una cena repleta de invitados, músicos, artistas y celebridades, Faena se recuesta hacia atrás, enciende un puro y ve la escena como un director teatral: encuentra allí la obra perfecta. La piedra fundamental. Se pregunta qué ocurriría si esas veladas culturales se convirtieran en algo permanente, abierto, público. Qué sucedería si todas esas mentes brillantes se concentraran en un mismo sitio.

Faena no tiene computadora. Pero, esa misma noche, escribe todo el monólogo en un anotador junto a la mesa de luz. Apunta ahí que no quiere iniciar un negocio sólo para sumar dinero. Quiere emprender un camino con corazón. No tiene en claro los detalles: si será un centro cultural, si será un complejo, si será, quién sabe, un hotel. “Si es un hotel”, anota, “debe ser como este hogar, la contracara de las cadenas cinco estrellas”.

Un amigo le habla de unos depósitos antiguos de granos en Puerto Madero. En los 90, Madero es un pastizal. Un baldío al que nadie presta atención. Aves del río ganan terreno. Nadie da dos centavos por el barrio. Pero Faena llega al lugar, atravesado a uno y otro lado por el agua y dice que tiene buen feng-shui.

Descubre un silo abandonado de 1902. Aún hay carteles que indican cargas máximas de siete bolsas. Las vigas están marcadas. Restos de granos en el suelo. La cartelera de empleados se conserva intacta. El viejo silo parece una casa fantasma. Faena ve lo que nadie ve. Lo siente su hogar. La inmobiliaria pide 37 millones de dólares. Los ladrillos, le explican, fueron traídos de Manchester. Faena da vueltas al edificio y piensa en un socio que lo devuelva a la vida. Anota varios nombres. El primero en la lista es Philippe Starck, el diseñador que puso su firma al hotel Delano en Miami, museos en Holanda, cafés en París, restoranes en Tokio, a la residencia de Mitterrand en el Palais de l’Elysée, y que se disputan las estrellas de Hollywood para que renueve sus casas. Le advierten que Philippe nunca hizo proyectos en América latina; aun así, Alan, bueno, ya lo conoce. Consigue el teléfono el diseñador a través de Claude Challe, un amigo con boliches en Ibiza, uno de sus huéspedes en Las Boyitas. Es 1997. Starck le da un lugar en su agenda. A 150 días.

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Para ganar tiempo, e involucrarlo en el proyecto, Faena tiene una idea: vía mail, le envía fotos de él en la playa, de sus rosas, de su novia, de sus perros. Le envía fotos de los silos abandonados. Le cuenta su visión. Llega a la reunión, con sombrero de vaquero, poncho y mate blanco. Starck ya lo siente un viejo conocido. La reunión se extiende más de la cuenta; el diseñador queda impactado, pero duda. A los cuatro meses, Faena vuelve, regala rosas a las secretarias e insiste. Starck accede, viaja a Buenos Aires, conoce Madero, el barro, las palomas que anidan en los silos y escucha a Alan hablar como faraón egipcio. Habla de un barrio, habla de recuperar el lugar que le daban los griegos al arte. Starck sale convertido. Dice que cuente con él.

Con el sello de Starck, Faena atrae inversores, entre ellos, Len Blavatnik, uno de los hombres más acaudalados del planeta, según Forbes, y Austin Hearst, nieto del legendario Ciudadano Kane. Philippe llega con los primeros planos. Faena le habla de épica, de sangre, de pasión, del camino del guerrero, de las enseñanzas de Don Juan, de Castaneda, y le rebota seis veces los bocetos. Starck, raro en él, baja la cabeza, y un día anuncia: “Lo tengo”. Y lo tiene.

Necesita un año para restablecer los cimientos de los silos y que no se hundan en las aguas del río. Lo que se hunde, en febrero del 2002, mientras ellos decoran su sueño, es el país. Pero Faena es porfiado. Cada vez que llegan posibles inversores, paran en el Hotel Alvear. Empresarios locales le advierten que Madero es un clavo. “¿Por qué no invierten en esta zona?”, los alientan. “La zona del Alvear sobrevivió a todo. Además, vender departamentos en Madero a 3 mil dólares el metro cuadrado es una locura.” Con el tiempo, el mismo Alvear abrirá un hotel a cuadras del hotel de Faena.

En 2004, Alan tiene 1200 empleados y estrena El Porteño, 105 habitaciones y 83 residencias inspiradas en el fulgor de la Belle Epoque (hasta el champú, el uniforme del conserje y el aroma de las habitaciones están aprobados por Faena). Son las propiedades más caras de la ciudad y, para su inauguración, tiene el 75 por ciento de las residencias vendidas.

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Con cabezas de unicornio, ladrillos a la vista, arañas colgantes, alfombras rojo bermellón, hornos de barro, bodega con 500 vinos de cosechas remotas, spa, biblioteca, cabaret y una extraña sensación de moderna antigüedad, al poco tiempo de inaugurarlo, las revistas de arquitectura lo consideran uno de los cinco estrellas más exóticos del planeta. “Es uno de los alojamientos más opulentos de la ciudad”, dijo, el New York Times. “El Faena exuda lujo”, dijo el Financial Times. La prestigiosa Condé Nast Traveler lo elige el mejor ambiente y diseño de hotel del mundo. Siemens le da el reconocimiento al hotel más avanzado tecnológicamente del planeta. Y Leading Hotels of the World lo elige para sumarse a los 420 hoteles más distinguidos que existen.

Tras El Porteño, inaugura La Porteña. El Molino. El Arts Center, con muestras abiertas al público. Y pronto estrenará los 63 departamentos de El Aleph, con diseños del británico Norman Foster. Su sueño florece como sus rosas. Muchos pueden hacer un hotel, dice Faena. Pero pocos pueden levantar un barrio, con una idea y un anotador en la mesa de luz. Un barrio sin cánones ni manuales y, sobre todo, sin tragar la pasta de dientes de nadie.

FUENTE: CONEXIÓNBRANDO

S.C.

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