Barrios
La Fiesta de los Deseos en el Parque Avellaneda
En verdad, la fiesta viene de lejos y de antes y ha llegado con migrantes de origen boliviano a nuestro país. En la ciudad de La Paz, las Alasitas, una fiesta con visos de feria, se remonta a los tiempos fundacionales, en la época colonial, y con profundos cambios ha perdurado durante la república hasta llegar a nuestros días.
Si bien se trata de una celebración de fuerte impronta paceña, ciudad en donde coincide con los festejos de la advocación homónima de la virgen, también se desarrolla en otras localidades del vecino país en fechas diversas según el calendario católico local.
Aunque la cultura dominante ha enmarcado el festejo en sus liturgias, el sentido de las Alasitas no se sujeta a cánones estrictamente religiosos. En todo caso, en su ritualidad conjuga múltiples expresiones de la vida social y comunitaria que abrevan en la cosmovisión de los pueblos originarios de la región. Si se atiende a su aspecto más representativo, se diría que la Fiesta de las Alasitas se presenta como una feria de miniaturas y que esas representaciones a pequeña escala son la imagen actualizada de una larga tradición de confección de miniaturas, documentada arqueológica y etnográficamente en el altiplano andino.
En los apretados puestos de la feria, conviven abarrotados elementos de raigambre andina con otros de incuestionable tradición occidental, desde alimentos, animales o dinero hasta automóviles o casas, pasando por títulos profesionales o documentos de identidad y visas. Sólo puestos en contexto, objetos en apariencia tan disímiles cobran fuerza identitaria en el más profundo sentido del término, porque ellos “hablan”, en simultaneo, de la historia y la situación de la comunidad hacedora de la fiesta, de motivaciones que hacen a la condición humana en general y de circunstancias que atraviesan en su condición de migrantes en particular.
Las miniaturas son la expresión más profunda de la materialización de un deseo: sustento cotidiano, prosperidad económica, derecho ciudadano, bienestar afectivo y buena fortuna, deseos universales, si los hay, y perentorios o contingentes, cuando la necesidad lo amerita.
Cuanta miniatura se expone en la feria tiene un valor monetario; se compra. De allí que una de las interpretaciones sobre el origen del término alasitas sea la de “cómprame”, derivación del verbo althaña -“comprar”, en aymara-. Aún cuando existe cierto consenso respecto a este significado, no está exenta de controversia la alusión a la compra en una cosmovisión fundada en el trueque. Por tal motivo, resultaría más convincente, según otras versiones, que derivase, sustantivado y en diminutivo, del verbo “challar”, habida cuenta que el ritual de la fiesta incluye el rociar los objetos con chicha u otra bebida alcohólica mezcladas con esencias, pétalos, entre otros productos.
En este acto, a cargo de líderes espirituales, los objetos comprados devienen portadores de nuevos sentidos, por la fe puesta en ellos y por ser elementos fundamentales en una ceremonia incansablemente repetida que pone en comunión el pasado y el presente comunitario. Por otra parte, el ofrendarles aquello con que se los challa para que, a su tiempo, ellos mismos otorguen los dones que materializan, podría ser considerado expresión de la reciprocidad que consagra el intercambio en el mundo andino.
Entre los objetos presentes en los puestos de la feria, en los distintos lugares donde se realiza, se destaca la figura del Ekeko, el portador de abundancia. Ese personaje, sujeto a significativas transformaciones, tendría raíces en antiguos rituales vinculados al calendario agrícola. No obstante la equivalencia en cuanto a su condición de ser que prodiga, el personaje actual, fornido, de brazos abiertos y rostro risueño, con labios semiabiertos a la espera de un cigarrillo ofrendado para dar él mismo lo que se le pide, cargado siempre de una elocuente variedad de bienes y objetos, porta una imagen bien diferente a las estatuillas fálicas de tiempos preincaicos a las que se les atribuye su origen. En todo caso, en su apariencia moderna, ha devenido sello de identidad de un mestizaje que aglutina a la vez que diluye diferencias étnicas.
Toda fiesta es momento de ruptura con el tiempo profano y la de las Alasitas no escapa a esa lógica. En el caso de una comunidad migrante como la boliviana en Buenos Aires, la fiesta es una manera de afirmar y poner en escena su identidad en el curso del cotidiano vivir, invocando elementos de la propia cultura y conjugándolos con otros que dan cuenta de sus modos de adscripción a una nueva realidad.
La migración implica un costo social y subjetivo para quienes la protagonizan. Cualquiera sea la motivación que mueve a migrar -las más de las veces el deterioro en las condiciones de vida por razones económicas o socio-políticas-, el hecho conlleva siempre una ruptura con lazos comunitarios y afectivos que se traduce en desarraigo, un desarraigo vívidamente sentido y experimentado en un contexto que, en principio, resulta extraño.
Es atendible, en un proceso de asimilación forzada por circunstancias no siempre elegidas, apelar a la afirmación y recreación de la propia tradición cultural, bien como modo de resistencia a la dilución en el nuevo escenario, bien como recurso en la negociación de espacios y bienes simbólicos y materiales.
La inmigración boliviana a nuestro país, aunque es de larga data, ha sido opacada, en parte, por otros procesos migratorias más masivos -los del ultramar, desde finales siglo XIX hasta la primera mitad del siglo XX-, pero también, por el lugar de destino y ocupaciones que en otros tiempos la concentraban -zonas rurales y producciones regionales de carácter estacional-.
Sólo fue cobrando visibilidad en el área metropolitana de Buenos Aires en las últimas décadas del siglo XX, entre otras razones por su fuerte presencia en ciertos sectores, actividades y/o ámbitos productivas -construcción, producción y mercadeo hortícola y talleres textiles-.
Las referencias antedichas aluden a procesos y contextos, pero no hablan de las personas. Por su parte, la vigencia de un reciente marco normativo- la Ley 25.871 del año 2003¹-, regulador de la política migratoria desde una concepción respetuosa de los derechos de los/as migrantes, no es recurso suficiente para modificar una dinámica social que direcciona la xenofobia hacia algunos colectivos migrantes.
La fiesta de las Alasitas es un modo, entre otros, de dar vida a la identidad en contextos en que la estigmatización o la exclusión suelen estar al acecho. Seguramente es encuentro, es intercambio, es ritual y es festejo, y, por eso, con la excusa de las miniaturas y sus dones en potencia, también se come y se baila lo “típicamente” boliviano. Pero es también el lugar en que se escenifica la diferencia para que sea reconocida por otros/as, por nosotros/as.
Procesos y mecanismos de afirmación, resistencia y negociación se ponen de manifiesto en la expresión local de la fiesta. De acuerdo a la información documentada por una estudiosa de la fiesta², la celebración de Parque Avellaneda viene realizándose desde unos pocos años y es el Centro Cultural Autóctono Wayna Marca el responsable de su organización. El sector del parque donde se lleva a cabo el encuentro es el sitio reconocido, desde el año 2002, como la única waka de la ciudad. Las wakas son la encarnación misma de lo sagrado, se trate de un lugar natural, un templo, un enterratorio o un objeto. Esta waka representa todo un símbolo en un espacio público recuperado por los vecinos en 1989 y co-gestionado entre la mesa de Trabajo y Consenso, de la que participa Wayna Marca, y el gobierno local.
Del mismo modo que la identidad está sujeta a una dinámica que le confiere el sentido presente, los deseos de quienes participan de esa expresión identitaria que es la Fiesta de la Alasitas también se sostienen en el hacer. Y, en este punto, nada más ilustrativo que el toro, entre las miniaturas que ofrece la feria. Familias enteras circulan por el predio portando la pequeña -o no tanto- figura del animal que los acompañará en su hogares.
El toro representa la fuerza, en todo el sentido del término, la interior y también la de un pueblo. Empuje, tezón, perseverancia voluntad, serían atributos asociados a ella. En el toro está materializado el deseo, pero un deseo que requiere del trabajo que haga posible su concreción. No se trata de magia ni de milagros, sino de esfuerzo; no se trata de algo dado como don ajeno a cada quien, sino realizado por el actor que cada quien es de su propio hacer.
Cuando las mujeres aymara se saludan, lo hacen apelando a un sugestivo decir popular “Lakaj parli amparaj luri” que significa “La boca hablando, las manos trabajando.” En la fiesta de las Alasitas, las mujeres atienden los puestos, elaboran comidas, llevan a cabo la challa; son parte y transmisoras de la tradición. La historia vive a través de ellas, en complemento con los varones y para hacer apropiada y recreada por las nuevas generaciones.
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