Buenos Aires, 28/03/2024, edición Nº 4152
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Cultura

Amalita: la señora de los cuadros

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El edificio que alberga la Colección de Arte Amalia Lacroze de Fortabat fue diseñado por el estudio de Rafael Viñoly, Arquitects PC, con base en Nueva York. Está ubicado en el dique 4 de Puerto Madero, con vista al skyline de la ciudad de Buenos Aires, a pocas cuadras de la sede empresarial del Grupo Fortabat sobre la calle Bouchard. Las salas de exhibición, áreas públicas y privadas están distribuidas en seis plantas rectangulares, en forma paralela al dique, lo que favorece la perspectiva waterview. Las fachadas vidriadas se complementan con un techo corredizo que permite, en la última planta, contemplar las obras a cielo descubierto. El acceso es por escaleras mecánicas y el equipamiento responde a estándares museológicos internacionales.

Fue la venta del dúplex en la cima del hotel Pierre en Nueva York por 20 millones de dólares lo que puso otra vez en el candelero la historia de Amalita y sus cuadros, sus récords, su colección, su museo, sus casas y la pasión por el arte que compartió con Alfredo Fortabat, su marido. Muchos años atrás, durante una larga entrevista para La Nacion Revista, me confió la ilusión que le despertó la visita al Museo de la Orangerie, en París, para ver una muestra de Vermeer. “Llovía tanto que en la fila con Alfredo nos tapábamos con las hojas de Le Figaro. Éramos felices.”

Con el tiempo, ya viuda y riquísima, su amor por el arte se tradujo en compras e inició una de las más notables pinacotecas de la Argentina en el siglo XX. Ecléctica y personal.

Varios de los cuadros más valiosos que compró en las subastas neoyorquinas de Sotheby’s, la rematadora presidida por su amigo Alfred Taubman, nunca llegaron a Buenos Aires. Tal vez por los altos impuestos, que obligaron a Eduardo Costantini a vender algunas obras de la colección de Malba ante la negativa oficial de una exención impositiva; o, quizá, porque Nueva York fue para Amalita en sus años de gloria una estratégica base de operaciones. Dicen que en las paredes del dúplex de 750 metros cuadrados colgaban un retrato de Rembrandt, que hoy está en un museo holandés; un paisaje de Van Gogh que perteneció a la colección de Florence Gould -hija del magnate de los ferrocarriles Jay Gould-, y una maternidad azul de Pablo Picasso. Todas especulaciones imposibles de confirmar a estas alturas.

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Sin embargo, el nivel de excelencia de la colección sí pudo comprobarse en mayo de 2002, cuando, obligada por los compromisos financieros de sus empresas, vendió doce cuadros calidad museo en la sala de York Avenue y la calle 72, donde había sido más de una vez protagonista? como compradora.

La estimación más cara fue para un Gauguin con mujeres y palmeras, muy en el clima del Mata Mua , otro Gauguin de Tahití que integra la colección Thyssen-Bornemisza. Esa pintura no se vendió, pero la sorpresa de la noche resultó Mary Cassat en el Louvre , un pastel de la mejor época de Degas, estimado en nueve millones de dólares y vendido en quince.

El gusto por las cosas buenas y la intuición no la traicionaron el día que compró el Turner que ilustra este comentario, pintado en una terraza veneciana con vista a la Plaza de San Marcos.

Turner no era tan conocido entonces. Para muchos, el precio pagado fue una locura; para The New York Times, una noticia de tapa y para Amalia Lacroze de Fortabat, la puerta de acceso a un círculo cerrado y exquisito de millonarios.

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Joseph Mallord William Turner (1775-1851), el inglés que vio la luz como nadie, es considerado el padre del impresionismo por su manera de “retratar” el paisaje. Julieta y su niñera es un buen ejemplo de la destreza de sus pinceladas, al derramar con toques de amarillo oro la luz de los fuegos artificiales sobre la plaza, iluminar la fachada de la iglesia o apenas tocar con un fulgor incandescente las dos figuras de la terraza, que son obviamente Julieta y su niñera asomadas a la noche de carnaval. El cielo es un tema aparte, porque los cielos de Turner, bien representado en la Tate Gallery, de Londres, y en la Frick Collection, de Nueva York, constituyen un tema en sí mismo.

El cuadro fue pintado en 1836, cuando tenía 61 años y era un artista exitoso. Es la joya de la corona. Amigos, conocidos y críticos pensaban que la señora no descolgaría esa pintura de su casa para llevarla al museo de Puerto Madero. Que quedaría para siempre en el dúplex de Libertador, cerca de la mesa francesa donde están los portarretratos de plata con las fotos familiares. Imposible no fijar la atención en el retrato blanco y negro de la pareja Fortabat. Amalita, muy joven, los pies descalzos en la arena, el pelo revuelto, tiene un suéter que subraya su cintura de avispa, sujetada por la mano firme de don Alfredo, un hombre de gran porte en todos los sentidos.

Piedra angular de la colección privada que hizo pública en 2008, el Turner remata la sala inmensa, de proporciones descomunales. En el diseño del edificio proyectado por Rafael Viñoly se percibe el gusto personal de la señora de los cuadros, el deseo. Hay quienes compran cuadros a golpe de chequera; quienes lo hacen por especulación, por estatus o por puro goce contemplativo. Amalita compró sus cuadros por deseo. Casi como un enamoramiento, un coup de foudre dirían los franceses, eso sucedió con el Turner, pero también con La tropilla , de Fader, adquirida en una subasta de Posadas Remates el año en que Daniel Martínez y Marcelo Pacheco preparaban la retrospectiva de Fernando Fader en el Museo Nacional de Bellas Artes, la primera gran mega del mendocino nacido en Burdeos, que pintó en Ischilín, al norte de Córdoba, el paisaje serrano de vegetación achaparrada, con mistoles, churquis y piquillines.

Ella quería estar representada en la muestra del Bellas Artes por una gran pintura y la tropilla montaraz era vistosa, rara en la producción de Fader: compró el cuadro que está colgado en el museo junto a Los duraznos floridos , otro Fader lindísimo, por el que pagó un récord. Se enamoró también de los felinos hiperrealistas de Rajadell; de una instalación de Antonio Berni inspirada en la Difunta Correa, de los arlequines de Pettoruti y de los ombúes flúo de Nicolás García Uriburu.

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En una subasta de J. C. Naón peleó hasta la recta final por los últimos grandes cuadros de Prilidiano Pueyrredón que estaban en manos privadas: Los capataces y Apartando en el corral . Emperifollados con sus pilchas domingueras, los capataces dialogan a campo abierto, uno de ellos con la mano apoyada en la grupa de su flete zaino. La pintura fue un récord y el underbidder , un gran coleccionista argentino, quien una vez me confesó que de chico hacía cola en el Ocean de Mar del Plata para ver pasar a Amalita camino al mar: “Tenía las mejortes piernas que vi en mi vida”.

La colección-museo comienza con los retratos familiares: ella, su marido, su hija Inés fotografiada por Aldo Sessa y sus nietos Alejandro y Bárbara Bengolea y Amalita Amoedo pintados por Berni con los enormes ojos, típicos de las pinturas más comerciales y populares del creador de Juanito Laguna. Siguen los precursores con Blanes y Morel con su Calle ancha de Barracas , óleo de 1858, de gran valor iconográfico. Esa avenida de álamos en el suburbio es hoy la avenida Montes de Oca. El paisaje en el arte argentino y las firmas de Fader, Butler, Alice, Botti, Cordiviola, Malanca y Thibon de Libian, entre otros. El panorama del arte argentino se completa con obras antológicas de Berni como Domingo en la chacra y una selección que abarca desde los años sesenta, con la Nueva Figuración (Maccio, Noé , De la Vega y Deira), hasta Alonso, Roux, Benedit, Uruburu, Molina y las pinturas de Amalita Amoedo, su nieta. En pintura internacional, el conjunto se enriquece con obras de Brueghel,
Dalí, Chagall, Van Heemskerck y sir Lawrence Alma Tadema (1836-1912), pintor de interiores orientalistas y sensuales mujeres; el inglés fue siempre uno de los preferidos de la coleccionista. De hecho, eligió el “estilo Tadema” para los frescos que decoran la piscina climatizada de su dúplex porteño. Jugadores de ajedrez se llama la pintura que muestra a los contrincantes concentrados en el juego, en una escena ambientada a la manera egipcia. El mismo look con que ella y Alfredo posaron en su luna de miel, divertidos, para una foto-suvenir de los tiempos felices.

Fuente: Alicia de Arteaga (La Nación)

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