Personajes
Diego Staropoli, el hombre que apostó por el arte de tatuar
Conocido como el tatuador de los rockeros, empezó en un localcito de Lugano y en el baño del Mercado Central. Hoy es dueño del famoso estudio Mandinga Tattoo y cobra hasta 30 mil pesos por sus diseños.

Por Cicco
(CABA) Hay historias escritas en libros, historias escritas en la memoria de la gente. E historias escritas en el cuerpo. Esta, en especial, de Diego Staropoli, trata sobre eso. El hombre que transformó una aguja caliente y un pote de tinta en una fuente de creatividad, negocios y exploración epidérmica.
En los 90, Diego tenía una doble vida. Su mamá tenía a cargo el cuidado de un depto en Villa Lugano, en el Barrio Samoré. Los dueños habían partido a Brasil y le dieron en confianza a su madre el lugar para que lo conservara tal cual, pipi cucú. Mamá, a su vez, confió la tarea a Diego, su hijo mayor, quien juró que regaría las plantas, dejaría todo limpito y tomaría la responsabilidad del depto. Pero, un día, cual amante tomado de sorpresa, mamá cayó al departamento del Barrio Samoré, vaya uno a saber si con alguna sospecha en mente, y lo encontró a Diego aguja en mano tatuando a un cliente. No se imagina el revuelo que se armó. Y peor fue cuando volvió a casa.
Hugo Staropoli, su padre, quien trabajaba de comerciante, esperaba ver a su hijo Diego convertido en un eminente profesor de Educación Física, y hasta soñaba un sueño medio gringo: que Diego fuera beisbolista profesional, de esos que se ven en las películas, con el brazo todo músculo bateando bolas a las tribunas y firmando contratos millonarios. Toda la familia era del palo: su tío, jugador de béisbol; papá Hugo, entrenador de béisbol, y los hermanos de Diego, beisbolistas. Lo cierto es que no sólo el brazo de Diego no estaba muy musculoso que digamos, sino que, cuando se destapó la olla de que era tatuador -hágase una idea, a inicios de los 90 ser tatuador significaba ser un marginal tremendo y peligroso que merecía mínimamente la extradición del país-, el antebrazo de Diego y muchas otras partes del cuerpo ya estaban tatuadas. El hijo mayor, pillo, durante años había conservado la rutina de llevar ropa larga y ducharse en casa de sus padres con doble vuelta de llave. Pero el día en que todo cambió, Diego tomó una decisión radical que marcaría su vida: anunció que, les gustara o no a los Staropoli, se ganaría la vida como tatuador. Al padre le dieron ganas de batearlo de la casa. “Te vas a convertir en un hippie”, le gritó. “Hippie y drogadicto”.
Diego aguantó las balas -y los bates- y apostó fuerte: inauguró su propio local en Lugano. Era el 13 de diciembre de 1993. Le costó un Perú: vendió su bici, hizo changas nocturnas como pintor de obra y le rogó a su novia para que le diera, en préstamo, sus primeros sueldos -hoy ella es su mujer-. Además, para abrir su local tuvo que comprar la garantía. Eso no fue todo. Una vez inaugurado su estudio de tattoo -uno de los primeros de la Argentina-, pequeñísimo, de 3 x 3 metros, necesitó hacer malabares para conseguir los insumos. Primero usaba agujas de coser y tinta china. Luego, ubicó a un chino que vivía en Lambaré y Corrientes, y que viajaba a Oriente a tatuar. Y empezó a comprarle pigmentos importados, pero a cuentagotas y con pocos colores.
Era bravo ser tatuador en los 90. Y, sobre todo, costear un local propio. Poca gente se animaba a entrar en el espacio minúsculo de Staropoli. El primer mes, tres clientes. A veces pasaban semanas y no caía ni uno. Hablando de clientes, para esa época el target de Diego eran, en su mayoría, ex convictos que buscaban cubrir sus tatuajes de celda. O barrabravas. A nivel imagen, todos piantavotos.
Llevar tattoos en esa época era una pesadilla social. En los colectivos, ver a alguien como Staropoli, tatuado hasta en el reloj, producía un revuelo como si portara el virus del Ébola: las ancianas se parapetaban en el fondo del vehículo, y las mujeres apretaban las piernas para que ese hombre salvajemente lleno de tinta no les comiera el corazón. Los pocos clientes de Diego, aún los ex reclusos más fieros, eran conservadores y se tatuaban hasta el codo, para que una remera mantuviera el disimulo.
Con el fin de no atravesar otro invierno contando moneditas, Staropoli emigró a, escuche bien, el Mercado Central. No abrió un local entre chauchas y zapallitos: Diego improvisó su estudio en el baño del Mercado. “Necesito un espacio que no me represente gastos”, les explicaba en esa época a los amigos. Mal no le fue. Al contrario. Fue sumando clientes que gustaban de ver plantados el nombre de sus novias en el brazo mientras cargaban cajones de manzanas. Un tiempo después, y como para terminar de desilusionar al padre, Mariano, el otro hijo, se sumó a esa locura hippie-drogona de tatuar.
Tras varios años en el Central, tatuando gente entre olor a caca y meados, los hermanos Staropoli volvieron triunfantes y alquilaron el mismo localcito en la galería de Lugano. Ahora, envalentonados, lo bautizaron con el nombre que inmortalizaría a Diego: Mandinga Tattoo. El cambio de nombre no fue la única novedad: los Staropoli empezaron a traer las tintas, las agujas y demás repuestos de Europa, donde la gente se tatúa desde los tiempos de los piratas y la tecnología en la materia es de punta. Con cambio de cara, los clientes se empezaron a multiplicar. Diego y su hermano se propusieron crecer: se endeudaron hasta el caracú -con la peor elección de crédito pero la única para ellos, posible, un usurero- y alquilaron un local más grande, en la misma galería.
Año tras año, la fama de Mandinga fue imponiéndose en el mercado. Y, a la vuelta de la década, todo cambió: los clientes cruzaron fronteras sociales y musicales, y hasta las mujeres se animaron a entrar. Al comienzo, claro, Mandinga era sinónimo de tatuajes del mundo rockero. Se veía en su local a los músicos de ANIMAL, Kapanga y La Renga. Luego cayó toda clase de músicos: desde Los Piojos hasta Abel Pintos, desde Los Fabulosos Cadillacs hasta Dyango. Y entonces, llegó, como decíamos, el salto de una década, y el tattoo rocker se transformó en pop. Así, se llevaron del local de Staropoli sus diseños en tinta desde Carlos Nahir Menem hasta los planteles de Racing y San Lorenzo. Desde Pablito Ruiz hasta el gremialista Pablo Moyano.
Hoy en día, en temporada alta, en Mandinga llegan atender hasta a 60 clientes. Un tatuaje pequeño lo cobran desde 400 pesos. Y por una espalda completa cotizan 30 mil.
Pero Staropoli no sólo tiene crédito de pionero en la materia en la Argentina. Además, cuando aún nadie imaginaba en llevar a los tatuadores a la tele, él ya andaba filmando sus propios videos con las correrías de su equipo y los subía a la web. Luego, cuando se popularizaron los realities de tatuadores en el resto del mundo, encabezó su propio show con el staff de Mandinga -sale por el canal de la ciudad y es el único de habla hispana del rubro-. Y lo que empezó como un localcito y un baño en el Mercado Central acabó como fenómeno de culto televisivo.
Mientras tanto, en 2004, organizó la primera convención de tatuajes. El evento fue un suceso y Staropoli lo replicó a lo largo de diez años. La última convención la instaló en la Rural. Los números lo dicen todo: 800 tatuadores, 120 expositores de todo el planeta, 220 stands. Y más de 40 mil asistentes. Se transformó así en la convención de tattoo más convocante de Latinoamérica y la tercera a nivel mundial.
El próximo salto de Staropoli implica un local nuevo. Acaba de comprar un importante salón de fiestas del barrio, de 70 años y 600 metros cuadrados, al que espera catapultar como uno de los más grandes estudios de tattoo del país.
Dice que aún hoy lucha para que se considere el tatuaje como un arte -cruzada a la que sumó su manifiesto escrito Cazador de sueños, una autobiografía que presentó en la Feria del Libro- y se esfuerza para que deje de ser visto como un símbolo de droga y descontrol. Para cerrar la boca a las malas lenguas, desde hace nueve años patrocina escuelas rurales, y ocurren cosas muy locas: en el pueblo Colonia Alejandra, por ejemplo, para cuyo hospital suelen llevar insumos, lo declararon ciudadano ilustre. Qué tal.
Ah, casi nos olvidábamos de contarle: papá Staropoli, que falleció años atrás, había perdido la esperanza de que su hijo fuera beisbolista. Pero luego de mucho andar, y con tatuajes hasta en los brazos de Tinelli, él mismo se transformó. Y se convirtió en su fan number one. Eso sí: jamás se hizo uno.
Fuente: conexionbrando

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