Buenos Aires, 19/03/2024, edición Nº 4143
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Sociedad

Una foto en Facebook que cambió una vida

Recuerdos del secundario que le permitieron cambiar historia de desencuentros.

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(CABA) Fue en el año del atentado a la AMIA y del Mundial tibio de los Estados Unidos. Lucía vivía en Saavedra, se había cambiado de su colegio católico al Roca, de Belgrano, y le tocó el turno tarde. Cayó en el curso de Federico, para él fue casualidad. Sostiene la teoría de que el destino metió la mano porque su hermano mellizo cursaba a unos metros, en otra clase, pero Lucía cursó con él, se hizo amiga de él, se instaló en el corazón de él.

A los 16 años, Federico miraba a las mujeres con ganas de estar con ellas pero con temor, como todo lo que percibía nuevo. Era callado, tímido. Pero con sus amigos hacía una fiesta de las posibilidades que su adolescencia made in 1990 desplegaba ante ellos: dar vueltas durante horas alrededor de Cabildo y Juramento, hacer base en la galería -y templo alternativo- Churba, entre los locales de tatuajes, skates, ropa con tules y tachas y el humo infiltrado surcando las escaleras grafiteadas. De noche, ir a bailar gratis hasta la medianoche a alguna matinée bajo el guiño de los patovicas amigos que conocía porque la empresa de su papá vendía proteínas a ganadores de peso, y en todo gimnasio hay algún patovica.

Cuando por primera vez la vio, Lucía estaba vestida como muchas chicas en los noventa, jean y remeras de bandas de rock. “Yo siempre tuve buen humor de más joven, menos problemas”, dice Federico y se ríe de los dos. En tercer año se tomaba la vida con tanta tranquilidad, que decidió hacer el secundario en siete años en lugar de en cinco: “La vida pasa por el afuera, no por lo que se lee en un libro”, firmaba con sangre entonces. Inesperadamente, Lucía le encantó, no sabe cómo describirlo, pasaron siete años desde aquella tarde y jura que todavía no sabe explicar lo que le pasó: “Vi una persona hermosa y sensible y no pude olvidarla jamás”. Federico tenía pocos amigos, eran el grupo de los más grandes, los que alguna vez habían repetido; dos mujeres y dos varones. Con Diego Lehman, su coequiper, hacían la suya sin mirar alrededor. Diego escuchaba música todo el día, si Federico tuviera que retratarlo, lo dibujaría con un cassette en la mano, paciente, girando la birome hasta enrollar la cinta sin gastar la pila del walkman.

Consiguió el teléfono de la casa de Lucía cuando le tocó hacer en grupo un trabajo práctico de esa materia ambigua que supo llamarse Educación Cívica; sus cuatro amigos, él y la nueva. Hablaban por teléfono en las noches, Federico llamaba siempre, Lucía se limitaba a atender y a conversar con él por horas después de la cena. Se hicieron íntimos, se contaban las pavadas que uno suelta milagrosamente cuando se siente en confianza. Todos en el curso pensaban que estaban juntos pero no. Federico hubiera querido que fuera cierto sin embargo nunca se animó a cruzar la línea tácita y tenebrosa de la amistad. Una tarde, Lucía lo sorprendió a la salida de la escuela: “Vamos abrazados hasta la esquina, ya que toooodos piensan que somos novios”, le dijo. La abrazó con su brazo izquierdo y caminaron así la única cuadra que los llevaba hasta las paradas de colectivos. Fueron segundos, con suerte, un minuto exacto. Federico sintió que todo lo que quería era ver apagarse el día, la vida entera, abrazado a Lucía. No se dijeron nada importante y cuando llegaron a la esquina cada uno dobló por su camino.

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Ahora lo sabe, Lucía esperaba que la besara o que le dijera algo lindo, una pista de que tal vez todos tenían razón y estar juntos era lo más obvio del mundo. Pero pasaron más días siendo amigos íntimos hasta que, una tarde en la que se reunían en grupo, otra vez a estudiar, Lucía llegó con un novio. Silencio. “¿Y este quién es?”, pensó y pensó Federico. No le habló nunca más.

La foto del secundario

Cosas que hizo Federico durante los años siguientes: trabajar en la empresa del padre, ir y venir a Miami por eso, pasear, viajar, tener un noviazgo difícil, separarse, tener un noviazgo tranquilo, casi casarse. Cosas que hizo Lucìa durante esos años: estudiar, convivir, separarse, viajar a España, convivir en España, volver a casa. Un dìa cualquiera de 2009, Federico perdió horas navegando en Internet hasta que decidió publicar en su muro la foto del curso de tercer año del Roca, 1994. Etiquetó a los compañeros que recordaba, primero, a Lucía.

Para contar esta historia, Federico repasó los mails que cruzaron durante meses: “Nos contábamos todo, pasado y presente. Yo hablaba todo lo que no había hablado a los 16 años”. Lucía le decía que adoraba leerlo y devolverle secretos cristalizados en Times New Roman 12. Una vez la llamó por teléfono, Lucía estaba en la casa de sus padres, en la misma habitación donde pasaba horas encerrada a los 15 años hablando con él. Sin lugar a dudas, Federico adelantó su vuelo Miami – Buenos Aires para verla. Se encontraron un sábado, fueron a cenar. Lucía recuerda que Federico no emitía sonido: “¿Dónde está el chico que me escribía esos mails?” De postre pidieron helado, siguieron conversando; Federico, con los pies cada vez más sobre la Tierra. Sonrieron cuando se despidieron, no se besaron hasta el siguiente encuentro.

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“El amor es ese cosquilleo extraño que sentís en tu interior, que te hace temblar por miedo al rechazo y que llevás internamente hasta que un día podés decir todo lo que te pasa, todo lo que sos frente a la persona que amás. Sigo pensando. eso fue lo que sentí cuando volví a ver a Lucía. La vida me dio una segunda oportunidad”. Después de ocho meses de novios, se mudaron juntos y dos años después se casaron.

En abril de 2013 se fueron definitivamente a Miami, donde Federico comanda su empresa familiar y Lucía trabaja de maestra jardinera. Hace seis meses que ninguno duerme más de dos horas para cuidar a Francesca. La buscaron durante cinco años, de todas las formas posibles. Médicos, inyecciones, el cuerpo de Lucía como campo de batalla; desencuentros, desilusiones. Su relación tambaleaba como un bulto mal asegurado en el portaequipajes de un tren: “Llegás a sacudir los extremos de tu cordura, nos derrumbábamos ante cada resultado negativo. No entendíamos nada ¿por qué tenía que pasarnos esto, así? La pareja empezó a perder encanto porque de golpe todo pasaba por el tratamiento. Muchas veces pensamos en dejar todo, separarnos, abandonar”.

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Federico nunca contó esta parte de su vida más que a unos pocos amigos. Pero estos días recordó cuando sonó su teléfono y Lucía llorando, del otro lado, le decía que lo habían logrado, que iban a ser papás. “Solo aquellos que pasan por un proceso similar llegan a entender el dolor de la frustración constante. Pensé en compartir nuestra experiencia, gritársela al mundo de algún modo, intercambiar información. Decir que la vida es así, que viene con complicaciones que podemos vencer.” Siempre lee las historias de esta sección y comparte las que más le atrapan en el grupo familiar de WhatsApp: la próxima que les mande a todos será la suya. “Y que la lea todo el quiera en este diario es una buena idea, tal vez algún desencantado del amor se emocione como nosotros”. Ojalá, Federico. Ojalá.

S.C.

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