Buenos Aires, 28/03/2024, edición Nº 4152
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Para las fiestas de 1997, Lanata, drogado, pensó en suicidarse

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Luis Majul, en su ultimo libro sobre Jorge Lanata cuenta la intimidad de la noche en que el periodista pensó en suicidarse. Fue minutos antes de que terminara 1997.

 

(Ciudad de Buenos Aires) Quince minutos antes del año nuevo de 1998, Jorge Lanata, el periodista más odiado y más amado de la Argentina, pensó en matarse por segunda vez en la vida. Estaba solo, agobiado, melancólico y aturdido. Miraba el cielo atiborrado de pirotecnia desde el balcón terraza del piso 26 de su departamento de 250 metros, en el corazón del barrio de Belgrano, en la esquina de Teodoro García y Zabala. A través del alambrado Lanata podía ver una buena parte de la ciudad de Buenos Aires.

Tenía apenas 37 años y una Smith&Wesson calibre 38, de 800 dólares, lista para ser utilizada. Al lado del arma, sobre la mesa ratona de metal oxidada, había un “papel” repleto de cocaína “de la buena”, una botella abierta del exquisito y caro champagne francés Veuve Clicquot y unos cuantos atados Benson & Hedges y Parliament. A pesar de la angustia, Lanata se había vestido para la ocasión: traje negro, camisa blanca, impecable, corbata negra y zapatos nuevos, negros también y recién estrenados.

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Para demorar la decisión final, el periodista había empezado a escribir, esa misma noche, un texto sobre las cosas que le estaban haciendo demasiado daño. Los fuegos artificiales dominaban la escena. Por eso lo tituló Fuegos. Comienza así: Iba a empezar diciendo “querido diario” pero mi diario se llamaba Página /12 y ya no lo tengo Hacía muy poco, exactamente siete meses, que sus ex compañeros de Página habían cometido lo que todavía el periodista considera un acto de “alta traición”: ignorar que él, Jorge Lanata, había sido el principal creador y fundador del diario. Entonces, profundamente dolido, había escrito una carta personal y con expreso pedido de no publicación a 63 personas que habían compartido con él los mejores y peores día de Página 12. Estos son los párrafos más importantes: Trabajamos siete años juntos, lo que nos convierte en una especie de compañeros de cárcel, o de colegio, obligados al amor y al odio de la convivencia. Cualquiera de nosotros puede contar historias espantosas o conmovedoras de su vecino. Creo que somos mejores que hace diez años, aunque más des- angelados y más viejos. Sin embargo, no pensé -hasta este lunes- que íbamos a perdernos el respeto. Yo pensaba en aquellos años que (Ernesto) Tiffenberg era una especie de Descartes que compensaba mi rol de elefante en un bazar. Después -y a destiempo- supe que las dudas de Ernesto no eran expresión de inteligencia crítica sino de miedo. Aprendí, también tarde, que a veces los cobardes son peores que los hijos de puta. Fue tortuoso y difícil dejar el diario: yo estaba en un lugar que jamás había soñado, pero que también me impedía crecer. Tenía -como también tengo ahora- un fuerte temor al fracaso, y creo que ese temor me impidió salir de allí un año antes.

Cada vez que un periodista de Página me contaba que le habían cortado mi nombre en una nota, me parecía patético y hasta gracioso. Pero este lunes, por ejemplo, me dolió que Juan Gelman me desapareciera de su contratapa. Me encontré con alguna gente de Página -cuatro o cinco personas, en realidad- que me dijeron que era injusto. No les pregunté qué hacen para cambiarlo porque hubiera sido molesto, para ellos y para mí. Pero no creo, sinceramente, que como periodistas podamos llegar a la verdad si partimos desde una mentira. Tal vez hubiera tenido que hablar sobre todo esto mucho antes.

Que tengan un feliz cumpleaños.

Jorge Lanata ¿Era sólo el vacío que le provocaba el desprecio de sus excompañeros del diario lo que lo hacía pensar en la muerte?

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No. Seguro que no era sólo eso. Porque esa noche Lanata siguió escribiendo, a mano, con letra de imprenta: X no está/ Z tampoco/ Está Caetano en el living/ y acabo de marcar repeat en el equipo.

X es Florencia Scarpatti, la productora periodística doce años menor que él con la que estaba yendo y viniendo desde hacía cuatro años. Bellísima, alta, ultrasensible y muy culta, Florencia lo seguía amando a pesar de que Lanata no era su modelo de pareja ideal. A Scarpatti no le molestaba tanto el rock and roll. Lo que parecía no poder tolerar más era la idea de ser un satélite más del enorme planeta llamado Lanata.

Z es Sara “Kiwi” Stewart Brown, la fan que un día le regaló una botella de JB para su cumpleaños número 36 y que ahora es la mamá de Lola, su segunda hija. Se trata, sin dudas, de la mujer más importante de su vida. La persona que, como se verá después, lo salvó de pasar para el otro lado. Pero las cosas con Sara, en aquel año viejo de mierda, no se habían terminado de fraguar.

Caetano Veloso no estaba en el living de cuerpo presente, como Lanata escribió en Fuegos . Sí se escuchaba su voz suave y dulce al interpretar Noche de Hotel, una de las canciones más lindas y melancólicas que el artista brasileño compuso en un hotel de Lisboa, cuando parecía tan desesperado como Lanata. Al lado del equipo de audio había una biblioteca y un enorme sillón. Caetano cantó: “Noite de hotel…” Después de escuchar la canción una y otra vez, Lanata empezó a pasar lista a sus afectos más cercanos. Lo dejó sentado en la misma “prosa poética”: Bárbara está/ en la quinta de Andrea/ y espero llamarla a las 12 en punto./ Papá está muerto,/También Dionisio./Mamá está viva, aunque nunca entendí donde/Con Nélida hablé/esta tarde/Y ya./Y ya.

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Bárbara es su hija. Por entonces rondaba los ocho años. La concibieron junto a Andrea Rodríguez, periodista de Sin Anestesia, Página 12, Veintiuno, Veintitrés, Lanata sin Filtro y Periodismo para Todos. Su papá, Ernesto Lanata, era odontólogo y había muerto, de cáncer en los huesos, en junio de 1989. El periodista se había reconciliado con él antes de la despedida final. Sin embargo esa noche no podía dejar de recordar como su padre lo había ignorado durante toda su infancia. Tampoco podía sacarse de la cabeza sus constantes peleas, a los gritos, que a veces terminaban con Lanata “lumpeneando” por las calles de Buenos Aires, San Isidro, Mar del Plata, Río de Janeiro o en San Pablo.

Su tío, Dionisio Alvarez, del que había heredado su primera biblioteca, era el hermano de su mamá y el hombre con el que había empezado a fumar Particulares 30, cuando tenía solo 13 años. El también había muerto hacía tiempo.

Tía Nélida, la solterona, la otra hermana de su mamá, era, de hecho, la mujer que lo crió durante toda su infancia y su adolescencia. Moriría a mucho tiempo después, a los 95 años, contenida por Lanata y su familia, en el cuarto de la casa de 450 metros cuadrados que le alquiló entre 2003 y 2012, en el primer piso del Palacio Estrugamou, en la zona más concheta de Retiro. Su mamá, María Angélica Alvarez, en efecto, todavía estaba viva. En silla de ruedas, sin poder hablar ni valerse por sí sola, pero viva. Y muy presente. Esto era así desde abril 1968, cuando fue operada de un meningioma en la cabeza que la dejó cuadripléjica, le afectó el centro del habla y le impidió articular las palabras, hasta su muerte, en mayo de 2004.

Desde hacía treinta años, Lanata se comunicaba con ella por medio de señas. A veces María Angélica se reía, y Lanata también. Pero otras veces, como esa noche, “no la encontraba”. Desde muy pequeño, Jorge vivió con el temor de que pudiera sucederle a él mismo algo parecido a lo que le pasó a su mamá.

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