Buenos Aires, 29/03/2024, edición Nº 4153
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Personajes

Nicolás Rubió, el primer admirador del filete porteño

El pintor catalán descubrió el arte que había en esos firuletes a fines del 60, e hizo de todo para preservarlos. “Si no estoy yo, el filete se muere”.

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(CABA) El respaldar de madera de su cama grande luce voluptuoso con esos firuletes y ornatos que culminan en flores pintadas en esmalte sintético brillante. Y como para darle un marco acorde, a ella la rodean una decena de pequeños camiones fileteados exhibidos en una repisa que bordea la habitación matrimonial que el pintor Nicolás Rubió, fan número uno de este arte porteño, compartió por cuarenta y siete años con la escultora Esther Barugel. “Soy el primer admirador del filete, aunque no lo pinto; sólo un porteño lo puede hacer”, dice.

Rubió promete mostrar su casa, recorrerla, como si ésa fuera la mejor forma de ir pintando su historia, aquella que empieza en una España amenazada por la Guerra Civil, que sigue con su infancia en Vielles, un pueblo de una veintena de casas al sur de Francia, hasta que a los 20 años emigra con sus hermanos a la Argentina, donde estudia pintura, un arte que venía ensayando en cuadernos -algunos de los cuales conserva y muestra- desde que era un niño.

Uno de sus primeros amores en este país del que no conocía ni su idioma, fue ese arte originalísimo que él veía rodar en carros y camiones, sobre todo cerca de los mercados porteños de 1950. Una de las mayores sorpresas para él era que estas carrocerías decoradas parecían invisibles a la cultura urbana y a los entendidos de arte. Uno de sus mayores desafíos fue una cruzada en la que lo acompañó su esposa: llevar esas pintorescas tablas a una exposición en una galería de arte. “El filete es el arte que pasó más rápidamente del gallinero al museo“, dice. Y no exagera: tiene anécdotas de cómo rescató tablas del fondo de los patios para exhibirlas en la galería Wildenstein, la única que aceptó esa “locura” que ellos proponían.

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En el patio frontal de su casa el sonido del agua que cae recuerda un arroyo de montaña. Es una escultura de hierro de su mujer, una de las tantas que se exponen en este hogar con aires de museo. A las tres de la tarde, el sol del verano no se filtra en estos salones sobrecargados de objetos. Rubio se encamina hacia un pasillo, pasa frente a una casa de muñecas “para señoras”, aclara, que fabricó él. Y entra a otra habitación pequeña. En cada pieza los cuadros se cuentan por decenas, tapizan las paredes pero, también, se apoyan unos en otros en el piso, sobre los muebles, algunos tapan las ventanas, incluso. El va señalando. “Este es mío, es del pueblito. Yo frente a los bueyes”, dice. En un cuadro de grandes dimensiones se ven animales bajando de un cerro, siguen a un pastor. Calcula que tiene unos 700 óleos suyos sobre el tema.

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Sigue caminando. Su intrincada casa revela más esculturas de su mujer, esta vez con troncos de árboles. “Fue una gran artista, no reconocida, pero la mejor de la Argentina”, asegura. Lo dice varias veces mientras recorre su santuario de pinturas y objetos exóticos. Cada tanto, algún banquito fileteado, algunas tablas pintadas por los grandes de este arte, como León Untroib, los Brunetti, Carlos Carboni.

Gran parte de la colección de tablas fileteadas que fueron cosechando a lo largo de los años con su compañera, está en el Bar del Filete. Para ellos, un modo de militar por este arte callejero fue donar al gobierno de la Ciudad estas piezas que habían ido encontrando, comprando, recibiendo como regalo.

Otra escultura, en un nuevo recoveco: dos que se besan en madera. “Lo que tiene de bueno es que con sus esculturas ella contó la historia de la humanidad”, dice. Y sigue andando. En un pasillo aparecen más carritos fileteados, del estilo de los que decoran la habitación matrimonial. “Regalo de Brunetti”, dice. Cerca, un banquito también con ribetes con flores y unos barcos en miniatura, también fileteados. Se ven firuletes en las ventanas, en bandejas, en los carteles que cuelgan en las puertas. En uno se lee “taller”; lo atraviesa; allí pinta cada mañana.

Invita un café antes de seguir conversando. Allí una ventana entreabierta filtra el canto de los pájaros en esta zona de San Isidro. “Hay uno que está enamorado de él mismo, se toma selfies”, dice Rubió. Cuenta que a las 6 de la mañana empieza a picotear contra el vidrio. En la habitación hay un tablero repleto de pinturas, un trapo sucio, pinceles en agua y un banquito; más allá, dos sillones. Varias tablas fileteadas, como decoración.

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– ¿Cómo descubrió el arte del filete?.
– Hice al revés de todos. Los argentinos están ocupados en tratar de acercarse al arte europeo. Cuando ví el primer filete en un camión cerca de casa di la vuelta al camión y dije: ‘¿De dónde viene esta decoración?’. Fui preguntando y me decían que no tenía ningún interés, que era obra de fileteros. Mucho después de eso estábamos con mi mujer en una reunión con artistas y uno de ellos, director de escuela de Bellas Artes, dijo que en la Argentina no había nada, que por eso se copiaba de afuera. Dije: ‘No estoy de acuerdo’. Hablé del filete. Me contestaron que era una basura, que no le interesaba a nadie. A la salida, le dije a mi mujer que teníamos que hacer un homenaje a los fileteadores, como supimos que se llamaban. Nada de fileteros.

– ¿Cómo fue ese proceso?
– Empezamos una campaña: fuimos a varias galerías para ver si nos permitían hacer una exposición. Todos nos dijeron que no, que los fileteadores eran una manga de locos. De golpe, en la galería Wildenstein nos preguntaron: ‘¿Qué es el filete?’ Le dije: ‘La pintura que circula en los carros, en camiones, eso es’. Le dije que había que hacer una investigación, encontrar tablas viejas. Nos dio el visto bueno para hacerlo. Y nos pidió que no lo habláramos con nadie para que no nos robaran la idea.

El catalán se ríe cuando recuerda la ingenuidad de Lupo Stein, a cargo de la galería. Ellos sabían que nadie creía en esta manifestación cultural como algo que valiera la pena. Con el visto bueno, había que ponerse a trabajar. Ahora, ya pasados 45 años de aquella primera exposición, dice varias veces: “Si no estoy yo, el filete se muere”. Se siente una especie de padrino de este arte popular.

En ese momento, Rubió y Barugel trabajaron más que en sus propias obras. Había que encontrar a los fileteadores, que no conocían salvo por lo que iban fotografiando en las calles de Buenos Aires. No existía Internet ni Google para ellos. Había que seguir recorriendo, registrando, entrevistando.

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“Un día en Belgrano R vimos un camión muy bien fileteado y el camionero, un tano, nos dijo: ‘¿Les gusta? Lo hice en calle tal’. Me habló de León. Luego dijo que León y Carboni eran los sagrados”. Así fueron conociendo a los grandes. En ese momento había unos doce; hoy son 250, calcula para hablar de una especie de auge del filete. “los turistas vienen de distintos lugares del mundo a buscar objetos fileteados, esto es algo único que estaba a la vista y nadie veía”, dice.

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Recuerda que por entonces hablaron con León, Carboni y con los demás. Siete de ellos aceptaron filetear tablas para exponerlas. La exposición se concretó el 11 de septiembre de 1970, con una gran concurrencia de público y buenas críticas de la prensa. “A partir de esa exposición fue cambiando poco a poco la mirada sobre el filete. Era el principio de una batalla ganada”, dice.

Fue un trabajo arduo el de ganarse la confianza de artistas en los que nadie se había fijado nunca. “Supimos que los dibujos venían de la gráfica de los billetes argentinos, que el dragón fue rescatado por Carboni de una mayólica del subte, nos contaron que había tres temas: el caballo, Gardel y la Virgen de Luján, nos enteramos que los fileteadores no le daban importancia a las leyendas que acompañan los dibujos”, dice. “Había frases delanteras en los carros y otras por detrás. Era un diálogo con la ciudad”.

– ¿Por qué dice que un filete debe ser hecho por un porteño?

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– El porteño es sentimental, mucho más que el español. Le gusta la belleza. Una vez me dijo un camionero en la calle: ‘¿Vos sabés lo que es un filete?’ Pasaba una chica por la vereda y respondió él mismo: ‘Esto es un filete’. Es decir, hay un romanticismo en el filete, en esas curvas, en esas flores.

Esta manifestación artística no paró de crecer desde aquella primera exhibición en una galería de arte. Ese recorrido por los vericuetos del lenguaje del filete quedó plasmado en el libro Los maestros fileteadores de Buenos Aires, que Rubió llama la biblia del filete; se conformó la Asociación de Fileteadores; se realizan congresos anuales donde se intercambian experiencias entre maestros; existe un museo y un bar tributo al filete. Este año, el filete porteño podría convertirse en patrimonio cultural inmaterial de la humanidad.

“Creo que lo van a lograr”, dice sobre el final del encuentro el fanático número uno del filete, alguien que vio lo que nadie veía. Como dicen los italianos: un lunghi miranti, un visionario.

Fuente: La Nación

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