Buenos Aires, 29/03/2024, edición Nº 4153
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La histórica sastrería Rocha Casimires cierra sus puertas

Funciona desde 1925 en Montserrat. Por los cambios en las tendencias de vestir y las crisis económicas, anunció el cierre definitivo.

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(CABA) Nadie sabe bien cuántos años tiene la plancha. Estela Bono es la empleada más antigua de Rocha Casimires, pero hace sólo nueve que asumió como jefa de costura. La plancha, una reliquia de puro acero, ya estaba ahí desde hacía varias décadas. “Ninguna de las modernas plancha como ésta”, dice mientras desafía a levantarla. No sólo pesa una tonelada: además el calor quema hasta en la manija de madera.

Cada mañana, a las 9 en punto, Estela se instala en su mesa de trabajo, al fondo del salón, y pone a calentar su plancha. La rutina se repite en cada rincón de la tienda. En el sótano, en el taller de los sastres, comienza a sonar una ópera, mientras el encargado de ventas levanta las cortinas y acomoda los libros con las muestras de telas.

El engranaje funciona a la perfección. Pero algo no va, porque después de 90 años y sobrellevar varias crisis, la tienda anunció el cierre definitivo. Con ella, se va una de las últimas sastrerías de Buenos Aires, la que durante años marcó la historia del buen vestir del caballero porteño.

Piedras 99. Allí, en esa esquina, funciona desde 1925 Rocha Casimires. Boris Furman, su histórico dueño y creador también del teleférico de Bariloche, fue quien la transformó en un símbolo de la ciudad. Juan Domingo Perón y Raúl Alfonsín fueron algunos de los que vistieron sus casimires. También Pelé, Sandro, Gabriela Sabatini, Isabel Sarli y Víctor Bo. Hoy, apenas atrae a un puñado de jueces y abogados y a un diminuto Armando Manzanero que sigue buscando allí un traje que se ajuste a su talla mínima.

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“Los trajes de Rocha, como los Mercedes-Benz, sin lugar a duda son los mejores, mucho mejores. Pero cuestan más”, dice un cartel colgado en la vidriera y escrito con la estética de los 50. Todo sigue igual, como el ventilador de hierro marrón, el afilador de tizas hecho con hojitas de afeitar, los maniquíes y las máquinas de coser. Hasta los carteles que, por el inminente cierre, anuncian 40% de descuento parecen hechos en la misma época.


Walter Ejchenbaun es el encargado de ventas desde hace siete años. Pero habla con tanta pasión que parece que trabajó en la sastrería desde siempre: “Somos como el Tortoni de los trajes. Pero el problema es que a la gente dejó de importarle la vestimenta y le empezó a doler el bolsillo. Ya no tienen el charme ni el estilo de sus padres. Y tampoco lo quieren aprender”. De traje y con moño, Walter es el conductor por este túnel del tiempo. Explica de géneros (“acá solo alpaca nacional, inglesa o italiana”) y de cortes, y cuenta sobre tendencias.

Hasta la llegada de Néstor Kirchner, resultaba impensable un Presidente sin corbata en un acto oficial. Para Susana Saulquin, socióloga y especialista en la historia de la vestimenta, el traje surgió en medio de la Revolución Industrial “y hoy ya no tiene sentido. En 1995, cuando aparecen Internet y toda la revolución digital, el traje deja de ser funcional. Estamos en una sociedad digital”. Se trata, dice, de una prenda condenada a la moda vintage: “Se usa dentro de esa fascinación por lo viejo”.

Para Mariela Mociulsky, directora de Trendsity, “hoy cada persona busca proyectar una imagen individual y menos estructurada. La diferencia entre la ropa que se usa para trabajar y la que se usa para momentos de ocio no es tan rígida”.

Con un local de más de 500 metros cuadrados, paredes recubiertas de boiserie y un plantel de 40 empleados, Rocha Casimires se jactaba de representar la elegancia porteña. Pero eso fue hasta los 90, cuando sobrevino la primera gran crisis y estuvo a punto de cerrar. La casa intentó adecuarse con trajes ya confeccionados. Un traje hecho a medida no baja de los $ 30.000.

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Sin embargo, todos los intentos por hacer de la tienda un negocio rentable fracasaron. Walter recuerda que hasta no hace mucho, la casa cerraba una hora y media al mediodía para que los empleados pudieran comer tranquilos porque terminaban agotados de tanto trabajo. Hoy, que están rematando todo, entran como mucho cinco personas en todo el día. La mayoría sólo pregunta. NR


Fuente: La Nación

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