Buenos Aires, 19/04/2024, edición Nº 4174
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Cultura

La cuestión ricotera

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Analizados como fenómeno social, faltaba una crítica a la intrincada poética de los Redondos. Pero el escritor Ariel Magnus se arriesgó en su nuevo libro a una interpretación paródica de los temas.

“Si corrés peligro / con sólo venir aquí / no me digas nada / ladrón de mi cerebro.” La frase es del arcón del Indio Solari; el año, 1993, apenas después de la muerte de Walter Bulacio a la salida de un concierto en Obras. De esa época son los discos que delimitaron y terminaron de cristalizar los núcleos de sentido de ese territorio que hemos acordado en llamar “lo ricotero”.

Un baión para el ojo idiota, con sus guiños a la implosión de una tribu urbana contracultural (“Me voy corriendo a ver / qué escribe en mi pared / la banda de mi calle”); ¡Bang, Bang, estás liquidado! , gran disco, con la épica de la resistencia como corolario del álbum (“Nuestro amo juega al esclavo / de esta tierra que es una herida / que se abre todos los días / a pura muerte, a todo gramo”); o La mosca y la sopa , más hitero e inclinado hacia lo pop, pero plagado de temas políticos y de ideogramas punzantes (“Sentís la mosca joder detrás de la oreja / y chupás la fruta sin poder morderla / y hay muchos marines de los mandarines / que cuidan por vos las puertas del nuevo cielo”).

En rigor, los acercamientos críticos y ensayísticos a los Redondos se han volcado más a desentrañar el carácter sociológico del “fenómeno” –el frenesí que produjo la banda en los sectores desclasados y expulsados del sistema neoliberal, la masividad, las muertes– y se han olvidado, deliberadamente, de desarmar el juguete puramente textual de la poética ricotera. Es lógico: las letras de Solari son al mismo tiempo tan crítpicas y tan elocuentes que cualquier “interpretación” no haría más que poner en rídiculo a quien lo intente. Son letras que interpelan, en un mismo movimiento, a la emoción y al intelecto; parecen tener una moraleja pero no la tienen, pretenden contar una historia pero no la cuentan, parecen ser políticas pero sólo lo son parcialmente. “La verdadera y para mí única interpretación en serio de una canción del Indio es cantarla y disfrutarla”, dice Ariel Magnus, que acaba de publicar un libro que pone el dedo en la llaga de estos debates.

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La cuadratura de la redondez es la batalla personal y alucinada de un fanático por dejar en off side las pretendida solemnidad que a veces rodea la doxa ricotera.

Hacia finales del 2011 se reeditó, también, otro manual de redondofilia, pero cimentado sobre bases bien distintas.

A brillar, mi amor , de Jorge Boimvaser, es una narración encendida y pletórica sobre la mitología ricotera (“la religiosidad del fuego sagrado” se deja leer en alguna esquela). Capitalizando saberes marginales y excéntricos como la psicología mitológica y el estudio de los cultos colectivos, Boimvaser no hace otra cosa que echar leña al fuego sagrado: trae casos de fanáticos enfermos de la banda, narra el carácter cuasi religioso de los recitales y le confiere a la banda cualidades inexplicables, desmesuradas, acaso metafísicas, que se vuelcan en su público con una fuerza inédita en la historia de la música argentina.

Boimvaser testifica desde un puente generacional: vio a la banda desde lo comienzos hasta el fin, y puede dar cuenta de las mutaciones que parcializan las “etapas” ricoteras. Ese primer estertor medio surrealista, signado por presentaciones caóticas y centrífugas, donde subían poetas al escenario y se repartían los buñuelos de ricota más famosos de la gourmetería under vernácula; canto de cisne y testamento de los swinging sixties.

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Después, los ochenta: la oscuridad y el principio de la masividad, los excesos y una Buenos Aires vertiginosa. Un década después, los noventa: estadios, un disco perfecto detrás de otro, himnos para una generación, recambio de público y el Indio convirtiéndose de a poco en una mezcla de vate, profeta y poeta del aforismo, cada vez más refugiado sobre sí mismo, paradojalmente escindido del mundo pero cantándole a cada vez más gente. Y por último, el fin de los noventa y el primer año del siglo, oscuro para el país y para la banda: después de los recitales en River, cifra de la ira colectiva, anuncian su separación un mes antes de la renuncia de De la Rúa.

Como escribió el sociólogo Mariano Canal, “la historia de los Redondos está imbricada con el gran arco de la transformación política argentina, 1976-2001. Además, esos años marcan la crisis o la degradación a nivel social de muchas de las cosas que los Redondos significaban culturalmente, por sus orígenes, por la tradición literaria y artística de la que ellos se nutrieron. Una banda formada por personas cultas, lectores de buena parte de la mejor literatura del siglo XX, nacida en la bohemia contracultural de principios de los 70. Siempre me pareció muy llamativa esa tensión entre lo que ellos ‘expresaban’ y los tiempos sociales y políticos en los que les tocó convertirse en una banda importante, tal vez la más importante a nivel de público. Como si los Doors o los Grateful Dead hubieran tocado en la época de la presidencia de Bush, para poner un ejemplo extremo”.

Quizás haya que buscar, entonces, la historia argentina contemporánea desperdigada o encriptada en las letras del Indio: esas frases sueltas, como versos salvajes, que acompañan el riff de Skay Beillinson y se han clavado en la memoria emotiva de varias generaciones.

 

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Revista Ñ. Mauro Libertella

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