Buenos Aires, 29/03/2024, edición Nº 4153
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Juanse presenta sus baldíos lunares

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El ex Ratones Paranoicos prefiere hoy alejarse de las caricaturas y disfruta un momento de madurez y tranquilidad, no exento de cierto aire religioso. Pero no pierde de vista el objetivo: “Si no sabés tocar rock and roll te linchan en el cuarto tema”.

(Ciudad de Buenos Aires) “Hay muchos que dicen que dejan el azúcar y después van y se morfan tres alfajores”, secretea Juanse, entre pícaro y confesional, apenas entra en una de las oficinas del edificio de la empresa que produce el show que el ex Ratones Paranoicos dará mañana por la noche en el Gran Rex (Corrientes 857) junto a Las Fieras Lunáticas, su nuevo grupo. Protegido por una mesa robusta y sus lentes, baja la mirada hacia su botella de gaseosa con cero azúcar y arranca: “Fui adicto a todas las cosas que uno puede ser adicto. Pero también lo fui al gimnasio, al rugby, al box y al fútbol. Ahora es mi momento de estar cool y observar. Yo miro. Miro la pelea de Maravilla Martínez, miro los partidos de Boca, pero ya es distinto, ya no me hago tanto problema. A Boca lo veo acostado, ya no es como cuando iba a La Doce con el Abuelo, lo que era una enfermedad, una cosa irracional. Ir una vez cada dos años a la cancha está bien. Yo ahora los domingos voy a lo del padre Abraham, en Avellaneda; estoy ahí un rato, me limpio, vuelvo y miro los mejores goles en la tele. Cuando puedo salgo a tocar, también porque si no la alacena se vacía y por más que uno rece mucho, no se llena”.

Desde antes de 1984, Juanse ha podido salir a tocar permanentemente. Primero con La Puñalada Amistosa, junto a Pablo Memi y Gabriel Carámbula. Luego, con Los Ratones Paranoicos, con ellos, Roy Quiroga y Pablo “Sarcófago” Cano. Cuando los roedores ralentaron, puso sus dotes (muchas veces perdidas detrás de su condición de frontman) como violero en la banda de Pappo, uno de sus ídolos y amigos. Luis Alberto Spinetta, otro de ellos, lo invitó a participar del show de Las Bandas Eternas. En el medio, Juanse fue convidado por decenas de rockeros de las cinco décadas trascurridas en las historias del rock and roll, del blues y del rock local. Es más, hasta hizo yunta con Jimmy Rip, recibió instrucción en saxo de Bobby Keys (el resultado se ve en “Algo sucia”, de su último CD), coprodujo a los Ratones con Andrew Loog Oldham y tocó con Mick Taylor.

Cuando no, Juanse se dedicó a curtir el trabajo más o menos en solitario con Expreso Bongo (1997) y Energía divina (2007, con la Juanse Roll Band). Baldíos lunares, publicado el año pasado, es su disco más reciente, su eje actual y, al mismo tiempo, su disco menos paranoico. Un álbum extensamente orquestado (con un ensamble de doce músicos, ocho vientos y un segmento de guitarras coordinado por Alejandro Terán) en el que, entre bastantes perlas poéticas de sencillez y contundencia, hace de médium a una letra del Cuino Scornik que dice que “una canción no es un kilo de tomates” y que, por lo tanto, “nunca está cara una canción”.

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“Muchos grupos que empiezan tienen el objetivo de transformarse en ricos y famosos, y me parece bárbaro. Pero, por otro lado, perder la bohemia y la sensación de inminente fracaso es fracasar en sí mismo. Está fracasando tu espíritu artístico”, asegura el músico. “Tampoco creo en la idea de la gran estrella siempre presente, ni en esa cosa europea de las bandas que se desarman y vuelven años después. Yo ya tengo cincuenta años y me dedico sencillamente a hacer rock and roll y ayudar a los que me quieren ayudar. Ahora ya no es una cuestión de vida o muerte imponerme objetivos, es un absurdo, es ridículo. Mi único objetivo es la salud”, reafirma el autor de “Para siempre”, “Sucia estrella”, “Rock del gato”, “Sucio gas” y “Carol”.

–El germen de Los Ratones Paranoicos tuvo tanto de punk como de rock and roll. ¿Cuánto hay de los ideales punks en ese descreer de lo estelar?

–Puede ser que mucho o que no tenga que ver con el punk. Lo que sé es que yo veo fotos de Hugh Hefner, el de Playboy, y me parece que debe ser tremenda su vida. Debe sentirse en el infierno, rodeado de tantas cosas aparentemente atractivas. Pero eso es algo vacío, no apunta a nada, no te aporta, te saca todo. Es una falta de objetivo y una falta de fe; es la ausencia de fe total. La cabeza de un conejo hecha en bronce, ¿ése es tu objetivo? No hay nada atrás, ni siquiera un mensaje. Es un ejemplo… Yo tengo una camisa que me regaló un amigo, que tiene el conejito. Pero es una camisa y me abriga; lo otro es un sistema de putrefacción pública. La vida es una medida, ¿cuántos centímetros te quedan?

–¿Está conforme con las medidas que tomó en la suya?

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–Yo la viví a pleno y la disfruté, como viví a pleno y disfruté el rock and roll. Gracias al rock and roll, mi maduración pasó por una limpieza interior que se requiere para tener claro el objetivo. Uno no puede dormirse tampoco en esa etapa del reviente, que es patético. Porque hasta los 35 o 40 años se tolera, pero después ya te transforma en algo patético que ni siquiera es comercial. El freak tiene valor de venta, pero el que tiene el cerebro quemado es una cosa anodina que me parece patética y que no tiene que ver con la música, tiene mucho más que ver con la psiquiatría. Debe ser difícil haber sido un gran músico de los ’60 y ahora no serlo, tener artritis o tener el cerebro requemado.

–¿Por qué “rock and roll” y no “rock”? Ahora mucha gente los entiende como sinónimos.

–Yo hago rock and roll, no hago rock. El rock lo escucho y me gusta. Pero el rock and roll es algo distinto a todo, que pasa por otro lado. Y aunque lo quieran subestimar o ridiculizar o menospreciar o reemplazar o superar, sigue estando ahí. Es un estilo que está alcanzando al blues en su tradición. Aunque a mí si hay algo que no me gusta es la tradición, porque no me gusta que no haya un nuevo mensaje. Pero, bueno, el rock es pop y el rock and roll está marginado. Hay algunos adolescentes que lo escuchan para tenerla más clara, pero lo interesante es que fue un proceso muy importante de gestación de un sonido, un estilo de vida, una cultura y también una vía de acceso a lo espiritual.

–¿O sea que todos los festivales con “rock” en el nombre en verdad no son nada rockeros?

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–El rock and roll pasa por otro lado. Si no lo sabés tocar, te linchan en el cuarto tema. La gente del rock and roll no se come una: hay que ejecutarlo como corresponde. A nosotros, lo demás no nos interesa para nada. Porque qué corto es el objetivo cuando querés que el estadio haga la ola y tener leds de colores en el escenario… Pero bueno, aparece una compañía que agarra y te dice que te va a dar veinte pesos, y vos sos un pibe que quiere que la mamá lo escuche en la radio, entonces siempre va a ocurrir lo mismo. Y estamos viendo siempre lo mismo: el mono con la camiseta blanca con una guitarra en una pose copiada de algún poster de la Rolling Stone extranjera, que canta sobre la bombilla y el charango y “me dejaste” y “no sé cómo explicar esto que me pasa”… Es una cosa que no me gustó nunca y que menos me va a gustar cuando la quieren hacer aparecer como mensaje inteligente. Es realmente desagradable usar ropa de doce talles menos. Viene toda una secuela de eso, cosas que se van distorsionando y que se van a ir diluyendo con el paso del tiempo.

–¿Y usted cómo reacciona frente a eso?

–Yo soy un propagandista, un ferviente propagandista del rock and roll. Estamos nuevamente en la etapa del bunker marginal. Cambió de nuevo: ya el gran estadio no está más. Y me alegra porque es algo que no me interesa y no me gusta. Aunque no reniego de haberlo hecho, más me hubiese gustado escaparme con la recaudación e ir a tocar a un teatro. Lo que no me gusta son los festivales, que son una necesidad de los grupos que manejan a los grupos para que todo sea lo mismo: todos tienen que ir a ver a Madonna, a Robert Plant, todos tienen que ir al festival, todos tienen que tomar esta cerveza, todos tienen que leer esto. Porque está el peligro de que, teniendo 15 años, vayas a una librería y te compres La naranja mecánica, o de que te des cuenta de la función de Jesucristo dentro de la historia de la humanidad, su significado realmente grosso. Pero te venden la iglesia, la butaca blanca y encima te lo dicen en portugués: “Cuanta más platita me das, más te va a querer Jesucristo”.

Juanse asegura que en los últimos años, no obstante, reforzó su vuelco hacia “la espiritualidad”, lo que se sumó a sus áreas de mayor interés: la música y la vida, en general. “Requirió todo un proceso de desarticularme del personaje. Cuando sos un adolescente, el personaje mata, está bien y es una etapa. Mataría más que no hubiera necesidad de construir un personaje y ojalá yo no hubiera hecho uno. Pero los artistas lo hacemos sí o sí, no nos queda otra. Cuando veo la cara de Rembrandt en su autorretrato, me parece que no debería haberlo hecho nunca, porque que ese tipo haya hecho obras maestras es una injusticia”, considera el músico nacido en 1962, el mismo día que el colombiano Marcos Coll marcó el primer gol olímpico en un Mundial de Fútbol, bajo el nombre Juan Sebastián Gutiérrez, el halo del signo Géminis y el aire de Villa Devoto, toda una doble profecía nominal: los gemelos que el mismo Juanse encarna son uno callejero y terrenal y el otro preciosista y espiritual. “Soy obsesivo con mi trabajo con las letras y considero que lo más complejo es lo que en lo superficial aparenta ser lo más simple. Esa es mi escuela, es mi sistema.”

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–Un sistema de “perlas bíblicas”, se podría decir. En Baldíos lunares hay algunos de esos haikus suyos; un tono sintético, pero no simplista.

–“Los que permanezcan fieles a mi palabra serán mis verdaderos discípulos, de esa manera conocerán la verdad y de esa manera serán libres”, lo leés en la Biblia o en el Kapelusz, pero lo llevás siempre. No se puede estar obsesionado con el morbo de la pelotudez del yo y yo y yo y yo y yo como escritor. Tampoco da querer inventar ficciones políticas o comedias musicales con mensajes de crítica a una sociedad a la cual le estás lamiendo el orto permanentemente. Para nosotros, eso es una basura.

–En sus canciones hay mucho de incluir seres fabulescos o mitológicos a un contexto barrial: el hada violada, el dragón que no cabe en la nube, el centauro y, ahora, el tintorero samurai.

 

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–Son alegorías, en realidad, acerca de la inestabilidad y de lo efímero que es todo. Hay imágenes en mis canciones, pero las tiene que crear cada uno. Hay premoniciones, también, como hay a la vez contradicciones tremendas y etapas que se describen en distintas letras. Las canciones son como una elipsis sobre mi vida. Obviamente, si uno toma cada elemento individualmente, depende de en qué contexto los ponga va a tener una lectura. Si yo hablo de vino en una jarra al lado de un tipo en cuero con un shortcito y en ojotas, o de vino en una copa rebosante en una ceremonia religiosa, ya el signo cambia. Ahí es donde aparece desde dónde vemos a las personas. El género, la condición humana, la miseria, el castigo de tener que estar disfrutando permanentemente de las cosas. No te podés aburrir y eso es un real castigo, todo tiene que ser hecho como un botón que vos no apretás, para reaccionar frente a las cosas. Ahí es cuando hay cosas que no me causan gracia y grupos que no me gustan y músicas que me encantan y promotores que me aburren y situaciones que ya viví; y así…

–Entonces, ¿cómo se sigue?

–Hay que aprender a alejarse del mundo, a desprenderse de él. Hoy por hoy, es lo más importante: desprenderse cuanto antes del amor por las cosas, por un placer que no es placer sino que es una cosa vaga. Hay dos salidas: o vas al psiquiatra o tocás en el Gran Rex. (Risas estruendosas.)

–Recién hablaba de desprenderse del personaje. ¿Qué hay de desprenderse de la fama?

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–Yo la fama no la vivo ni la tengo presente. La ejercí cuando me pareció bien hacerlo, algunas veces me equivoqué y otras no. Por lo general, ando por la calle; a veces no puedo salir, a veces sí. A veces me tratan con mucho respeto y puedo estar tranquilo aunque me reconozcan, y a veces me tengo que borrar porque llegan momentos en que se pone muy denso. Soy una persona que necesita estar por la calle, caminando. Pero también me gusta estar mucho en mi casa, es donde me gusta estar, el lugar donde estoy cómodo. Ya no tengo expectativa de conocer nada, no me interesa ir a ninguna ruina exótica ni nada de eso. Mi casa es mi lugar, ya está. Más no quiero conocer, ¿para qué voy a perder tiempo que puedo estar en mi casa?

–En definitiva, cuando uno se hace una casa o elige una, es para pasar en ella todo el tiempo que pueda.

–Yo soy un hornero, no me atrae nada del mundo exterior. Me atrae agarrar el auto un rato, pero después lo demás no. En mi casa toco la viola, las abro, las miro; a veces ni las toco, tampoco estoy todo el día tocando. Escucho música. O no. Dejo la televisión puesta y miro la enorme cantidad de inmundicia que hay: siempre lo mismo, todos los canales con la misma película. Pero bueno, tampoco hace falta mucho. Ya hice las cosas que quería hacer; ahora me alcanza con una cocina, el té y una compañera.

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