Buenos Aires, 18/04/2024, edición Nº 4173
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Cuando la belleza fracasa

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Son muchos los planes arquitectónicos ambiciosos que no han logrado concretarse.

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Escribe Berto González Montaner

(CABA) En la arquitectura, como en otras disciplinas, los desafíos son siempre bienvenidos. Lo que no implica que las respuestas a ellos lo sean. Adolf Loos, el famoso arquitecto vienés precursor de la arquitectura moderna, explicó hace muchos años que no es lo mismo diseñar una urna funeraria que un orinal. La urna casi no tiene función, pero tiene un carácter fuertemente simbólico; el orinal, en cambio, debe ser casi absolutamente funcional. Rubén Cherny contaba que una admirada profesora de latín dio una nueva lección a sus alumnos: “Lo importante en la vida es saber de qué se trata”. Es que si no sintonizamos correctamente el tema se viene el fracaso.

Cuando el arquitecto argentino Eduardo Catalano donó la Floralis Generica, ubicada en la Plaza de las Naciones Unidas, su idea fue que a través de un sofisticado mecanismo se abriera y cerrara tal como lo hace una flor natural. Duró poco. Tal vez su creación fue un tanto desmedida: hasta él mismo llegó a confesar que cuando la concibió sintió por instantes que se había convertido en la Diosa naturaleza creando una nueva flor sobre la tierra. Catalano no vivía en estas tierras y tal vez nadie le dijo que ese mecanismo acá no duraría.

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A Rafael Viñoly, otro de los arquitecto formados en el país y emigrado a Estados Unidos le pasó algo similar. Diseñó el Museo de la Fundación Fortabat en Puerto Madero con un gigantesco ventanal hacia la ciudad que exhibe a todos las obras de arte que atesora. Pero el gran ventanal de unos 100 metros de ancho está mirando al Oeste, donde se pone el sol, lo que es letal para la supervivencia de los cuadros. Viñoly lo sabía bien: para compensarlo creó unos gigantescos parasoles que se van moviendo según el recorrido del sol y, que además, definen cierta imagen tecno del museo. Pero el mecanismo no anda, los parasoles están cerrados y esa idea superadora del arte para todos, en definitiva, no funcionó.

Otro argentino convertido en ciudadano del mundo confió de más en nuestras posibilidades tecnológicas. En la ampliación del Museo de Arte Moderno porteño realizada en una ex fábrica tabacalera sobre la avenida San Juan quiso invocar al futuro poniendo un artefacto tecnológico en el contrafrente que da la autopista. Emilio Ambasz quería que sobre esa gran pared hubiera cinco proyectores creando imágenes que se vieran al pasar en auto por el viaducto. La idea guardaba relación con que el edificio también iba a alojar el Museo del Cine, pero no prosperó y fue reemplazada por una gran jardinera. Hasta acá, todos fracasos o intentos de volar más alto de lo que se puede. Sin embargo en el mundo de la arquitectura, en esta carrera por vencer límites, también puede haber “éxitos”. El tema o la pregunta es el “para qué”.

Un ejemplo paradigmático y ya clásico es el edificio del Mundo Arabe construido en París a fines de los 80. La fachada tiene un sistema de diafragmas con sensores y computadoras como el de las cámaras fotográficas, que regulan a lo largo del día y del año la entrada de luz al edificio. Alguna vez, el arquitecto Horacio Baliero me contó que al recorrerlo, el decano de arquitectura de Roma le había comentado: “Este es un edificio perverso e inmoral”. Indignados, calculaban cuántas viviendas se podrían haber hecho con cada una de esas sofisticadas “ventanas”. Seguro que eso no les inquietaba a los dueños del edificio; querían crear un “monumento” de alto valor simbólico: el grado de refinamiento que había alcanzado la cultura árabe y el poder del petróleo.

En esta línea se ubica el edificio elegido por el Gobierno nacional para albergar un nuevo Polo Audiovisual: un edificio que casi duplicará la torre más alta que tiene Buenos Aires hoy. Más allá de las críticas ya formuladas por el modo en que se gestó el proyecto, por no integrar un plan para el área y por la superposición de usos con el polo audiovisual porteño , el proyecto de la constructora Riva SA y del estudio Mario Roberto Alvarez, elegido entre los oferentes, fue ponderado porque será la torre más alta de Latinoamérica, porque su morfología reproduce la forma del territorio argentino: “Se convertirá en el símbolo de Buenos Aires, nuestra Capital, la ciudad de todos los argentinos”. Cuando a principio de los años 60 se concursó la Biblioteca Nacional no eligieron el edificio más sensato y funcional. Según las aspiraciones del gobierno de la época, también escogieron el proyecto con mayor carga simbólica. Para conformar a la elite intelectual de la época sobreactuaron el valor que le daban a la cultura y volaron más alto de lo que se podía. En consecuencia, se tardaron 30 años en hacerla, todavía no le pusieron los parasoles que faltan para terminarla y cuando en la sala le pega el sol, si el aire acondicionado no está al máximo, te morís de calor.

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Fuente: Clarín

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